Marguerite Duras
El navío night: Aurelia Steiner
Cuenco de Plata Ed.
La persona que se descubre en el abismo no se vale de identidad alguna. No se vale sino de eso, de ser semejante. Semejante a aquel que le responderá. A todos. Es una limpieza fabulosa que se opera desde que nos atrevemos a hablar, más bien desde que llegamos a hacerlo. Porque desde que llamamos nos volvemos, somos ya semejantes. ¿A quién? ¿A qué? A eso de lo cual no sabemos nada. Y convirtiéndonos en persona semejante abandonamos el desierto, la sociedad. Escribir es no ser nadie [personne]. "Muerto", decía Thomas Mann. Cuando escribimos, cuando llamamos, ya somos semejantes. Inténtenlo. Intenten cuando están solos en su habitación, libres, sin ningún control del exterior, llamar o responder por encima del abismo. Mezclarse al vértigo, a la inmensa marea de los llamados. No sabemos gritar ese primer grito, esa primera palabra. Tanto como llamar a Dios. Es imposible. Y se hace.
M. D.
La música
Bajo la Luna Ed.
La música fue escrita originalmente en 1965 para la televisión inglesa. La obra reúne en un hotel y durante una noche a una pareja que se ha separado hace dos años y que se reencuentra para terminar los trámites del divorcio. Son íntimos y extraños que se han dicho, han mentido, han callado y no saben bien cómo ni por qué llegaron a esa instancia, la del amor y la disolución del amor. Íntimos y extraños que se tratan de usted al revisar el pasado, se tutean para decirse adiós. Y dicen y callan las palabras despiadadas, amorosas y definitivas de Marguerite Duras.
film realizado en 1978 por Marguerite Duras, con los intérpretes Bulle Ogier, Dominique Sanda y Mathieu Carrière, fue publicado por primera vez en el nº 29 de la revista Minuit, en mayo de 1978. No hay nada que agregar a lo que la misma Marguerite Duras dice sobre la génesis del libro y a lo que ella llama "el fracaso del film" en el prefacio del volumen reproducido parcialmente más adelante. Salvo que El buque Night fue también llevado a escena por Claude Régy en el teatro Edouard VII en marzo de 1979, fecha del estreno del film. En seguida fue publicado ese mismo año con otros cinco textos: Cesárea, Las manos negativas, Aurelia Steiner de Melbourne, Aurelia Steiner de Vancouver, Aurelia Steiner, en un volumen del Mercure de France reeditado en la colección "Folio" en 1989. Sólo se ofrecen aquí los tres primeros de esos textos, vinculados por la imagen en la medida en que Cesárea y Las manos negativas son dos cortometrajes realizados a partir de sobrantes del film El buque Night; vinculados sobre todo por la idea, tan presente en Duras desde sus primeros escritos, de que en la pasión, en el deseo hay algo primitivo e irreductible al pensamiento discursivo, algo del orden del grito, que su escritura siempre procuró alcanzar.CESÁREA
Cesárea
Cesárea
El lugar se llama así
Cesárea
Cesarea
Sólo queda la memoria de la historia
y esa única palabra para nombrarla
Cesárea
La totalidad.
Nada más que el lugar
y la palabra.
El suelo.
Es blanco.
Del polvo del mármol
mezclado con la arena del mar.
Dolor.
Lo intolerable.
El dolor de su separación.
Cesárea.
El lugar todavía se llama.
Cesárea
Cesarea.
El lugar es llano
frente al mar
el mar está al final de su carrera
golpea las ruinas
siempre fuerte
allí, ahora, ya frente al otro continente.
Azul de las columnas de mármol azul tiradas delante
del puerto.
Todo destruido.
Todo ha sido destruido.
Cesárea
Cesarea.
Capturada.
Raptada.
Llevada al exilio sobre el navío romano,
la reina de los judíos,
la mujer reina de Samaria.
Por él.
Él. El criminal
El que había destruido el templo de Jerusalén.
Y luego repudiada.
El lugar se llama todavía
Cesárea
Cesarea.
El borde del mar
El mar que golpea contra los desiertos
Sólo queda la historia
El todo.
Nada más que el pedregullo de mármol bajo los pasos
Ese polvo.
Y el azul de las columnas sumergidas.
El mar ha vencido a la tierra de Cesárea.
Las calles de Cesárea eran angostas, oscuras.
Su frescura daba al sol de las plazas
a la llegada de los barcos
y al polvo de los rebaños.
En ese polvo
aún se ve, aún se lee el pensamiento
de la gente de Cesárea
el trazado de las calles de los pueblos de Cesárea.
Ella, la reina de los judíos.
De vuelta allí.
Repudiada.
Echada
Por razón de Estado
Repudiada por razón de Estado
Regresa a Cesárea.
El viaje sobre el mar en el navío romano.
Fulminada por el intolerable dolor de haberlo
dejado, al criminal del templo.
En el fondo del barco descansa entre las cintas
blancas del duelo.
La noticia del dolor estalla y se expande por el mundo.
La noticia recorre los mares, se expande por el mundo.
El lugar se llama Cesárea.
Cesarea.
Al norte, el lago Tiberíades, las grandes aglomeraciones de San Juan de Acre.
Entre el lago y el mar, Judea, Galilea.
Alrededor, campos de bananeros, de maíz, de naranjos
el trigo de Galilea.
Al sur, Jerusalén, hacia el Oriente, Asia, los desiertos.
Ella era muy joven, dieciocho años, dos mil años.
Él se la llevó.
Repudiada por razón de Estado
El Senado habló del peligro de un amor así.
Arrancada de él
Del deseo por él.
Muere.
A la mañana, frente a la ciudad, el navío de Roma.
Muda, blanca como la tiza, aparece.
Sin ninguna vergüenza.
En el cielo de pronto el estallido de cenizas
Sobre unas ciudades llamadas Pompeya, Herculano
Muerta.
Hace destruir todo
Y muere.
El lugar se llama Cesárea
Cesarea
Ya no hay nada que ver. Sino el todo.
En París hay un mal verano.
Frío. Con bruma.
[LEFT] [RIGHT]Margarite Duras[/RIGHT]
[RIGHT]Traducción: Silvio Mattoni
[/RIGHT]
[/LEFT]
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Marguerite Duras
LAS CONVERSADORAS: ENTREVISTAS CON XAVIERE GAUTHIER
Cuenco de Plata Ed.
“Vivir luego escribir” decía nuestro escritor Abelardo Arias haciendo referencia a tomar de la vida la experiencia y el material para la obra. Marguerite Duras lo hizo así. Decía: “No he escrito una sola línea que no haya experimentado, siempre hablo de mi misma, lo que he comprendido por mi misma”. Utilizaba los términos “desgracia maravillosa” para referirse a esa tortura, esa solicitación que no deja ningún respiro, ese despojo que queda abandonado y perdido cuando se termina un libro.
Tomare como referencia al libro Las conversadoras, conjunto de entrevistas realizadas por Xaviere Gaulthier a Marguerite Duras, editado por Ediciones Lateral.
En uno de estos encuentros Marguerite dice: “Es muy duro escribir como yo escribo. Literalmente me hago polvo”. Ella ha llegado a escribir sobre la sexualidad, su sexualidad; sobre la muerte, su muerte, exprimiendo de tal modo lo imaginario que resta la letra en su vertiente más real.
Así la atmósfera de sus libros produce malestar y dolor.
“No es sin miedo” - nos dice - que entra en ese estado de escribir cuando la invaden voces e imágenes que intenta capturar de manera de transcripción literal sin organizarlo.
De eso que no cesa de no escribirse, ella se hace instrumento para intentar darle escritura. ¿Cómo hacerlo?
Dice en Emily L.: “Arrojar esa escritura fuera, maltratarla sin suprimir y, como decía, nada de su masa inútil, no formalizar nada, ni velocidad ni lentitud, dejar todo en estado de “aparición”.
Cómo sentir miedo si, en Escribir nos dice: “La escritura se vuelve salvaje. Se alcanza un salvajismo ante la vida y se la reconoce siempre, el de los bosques, el salvajismo ancestral como el tiempo; el del miedo a todo indistinto e inseparable de la vida misma.
Se combate con saña, no se puede escribir sin la fuerza del cuerpo, hace falta ser fuerte para escribir, hay que ser más fuerte que lo que se escribe. Es una cosa extraña sino solamente la escritura…; lo escrito son los gritos de las bestias de la noche, los de los hijos y los míos, los de los perros, es una vulgaridad masiva y exasperante de la sociedad. El dolor es Cristo y también Moisés y todos los judíos y todos los niños.”
Esta escritura que se alimenta de lo real, de todos los dolores, de todos los gritos, de todas las voces y de todas las exclusiones sociales, aparece recién en la Duras en 1955.
Me propongo analizar el momento en que vira hacia su madurez.
Su primer libro publicado fue La impudicia, en 1943, en plena ocupación nazi. Siguen Un dique sobre el Pacifico, Los caballitos de Tarquinia, Un marino de Gibraltar.
Si bien todos abrevan en su historia personal, estaban escritos de una manera clásica, y, como decía ella, adolecían de un cierto psicologismo. Se proponía además que fueran coherentes y armoniosos.
En el mencionado libro Las conversadoras, Marguerite se pregunta: ¿Qué paso? Y dice: “fue a partir de Moderato cantabile que todo cambió. Durante mucho tiempo yo estaba integrada en la sociedad, cenaba con gente. Todo formaba parte de lo mismo y hacía esos libros. Luego tuve una historia de amor, corrige, una experiencia erótica muy, muy, muy violenta y atravesé, cómo decirlo, una crisis suicida. Es decir, que esa mujer que quiere ser asesinada, lo he vivido. A partir de ahí los libros cambiaron. Ahí se produjo el pasaje hacia la sinceridad. Como en Moderato cantabile, la personalidad del hombre con quien vivía no importaba.
Era una historia sexual. Creí que no iba a poder salir de ella. Era muy extraño. Esto solo lo he contado por afuera, en Moderato cantabile. Nunca profundicé al respecto. Sin embargo, la facilidad se desmanteló. ¿Por qué? He vivido momentos peligrosos, pero no lo creía conscientemente. Mientras que yo sabía lo que quería: que me mates o mátame. Este tema de ahí en mas retorna constantemente.”-
Analicemos pues Moderato cantabile, único lugar donde narró el episodio que barrió su vida anterior:
Anne Desbaresdes es la mujer de un hombre rico e importante en la ciudad que habita. Anne ha tocado fondo. Tiene un hijo del cual dice: parece que me lo he inventado con él que pasea por la ciudad, o lo lleva a clase de música, donde debe interpretar una sonatina al modo de Moderato cantabile, como una canción de cuna.
Anne es despertada de su vida alienada cuando escucha un grito desgarrador, el grito final de la mujer asesinada por su amante en un café cercano a la clase. Observa la escena del asesino besando apasionadamente la boca ensangrentada de la muerta. Esa escena de amor en torno a esa mujer la captura. Entra al café, pide un vaso de vino, que pasara de ser una excusa a ser una costumbre buscada por si misma. Se emborracha. Conoce a un hombre y empieza a tejerse un extraño nudo que implica a la muerta, a su asesino, al hombre del café y a Anne.
El hombre es el relator, el que “sabe”, lugar de la escritura, el que inventa, recrea la historia de la otra pareja, pero que va implicándolos a ellos. Ahí se despliega el estilo Duras con puntos suspensivos. Luciendo un saber a medias, lo incompleto se muestra en frases al modo: “Usted, cree que es posible llegar…a eso…de no ser…por desesperación.” “Eso” condensa mucho más de lo que se puede decir.
La historia del hombre del café capta el deseo de Anne de vivir la tragedia de la otra mujer. Así, Anne gime con un lamento cuando él le habla del tiro al corazón que la mujer pedía. Los amantes se habían ido a vivir juntos, ella era casada y no pensaron que fuera a durar tan poco.
-¿Cómo se instaló el silencio en ellos?- pregunta Anne, introduciéndose en la otra historia, pero mencionando la suya de casada.
“–Fue de a poco- le dice el hombre, de pronto se encontraron en una pieza como dos fieras acorraladas”.
-¿Cómo nació el deseo de él? -pregunta Anne ambiguamente, pero refiriéndose al deseo de matarla.
El hombre dice: “Tal vez hubiesen llegado a ello sin que ella lo pidiese. Tal vez fue una sola vez, ¿cómo saberlo? Pero sin duda llegaron juntos allí donde estaban hace tres días, a no saber en absoluto lo que hacían.”
Se siente la violencia desencadenada entre ellos y el enloquecimiento sin salida. En otro encuentro, narra la historia muy, muy, muy violenta a la que se refería.
Llegaron a eso muy rápidamente, él se veía obligado a rechazarla lejos de él. Ella se iba, aunque quería quedarse. Ella dormía bajo los árboles; cuando él la llamaba, ella volvía, esperaba en el umbral a que él la dejara entrar. Se va armando la escena.
Nos va haciendo partícipes de esa degradación, de su lugar de perra en la relación. Fracaso y humillación, violencia y desconcierto por su necesidad de permanecer, por lo insensato de su deseo que va produciendo lo que llama su desgarro en profundidad.
El texto dice:“Asi supo ella que era una zorra”.
Entonces llega el momento en que ya no podía tocarla de otro modo. Anne se implica tocando su propio escote. El nudo tejido terminará en una nueva muerte que se realiza simbólicamente.
La pareja se toma las manos en un rito mortuorio. Anne hace que se besen. Pese a confesar su temor, el hombre del café termina por decirlo:”quisiera que estuviera muerta”. Anne dice: “esta hecho”. Se levanta y se va.
A partir de esa realización, en la escritura de eso que vivió caóticamente su deseo de muerte separa su vida.
Un nuevo tiempo comienza para su obra, donde el deseo de morir y el deseo de matar retorna. Sus personajes, como los héroes trágicos, circulan entre dos muertes, la simbólica y la real, tal como nos habla Lacan en el Seminario de La ética.
Esta partición se ha producido, en parte, por la caída de dos ilusiones. La caída de su potencia femenina al fracasar reiteradamente en relación a los hombres (a diferencia de su personaje Anne Marie Stretter, pura potencia sexual y atracción). Hacia un año terminaba su unión con Marcolo, con quien ha estado quince años y ha tenido un hijo. Después, ha vivido la relación que trata en Moderato cantabile. Dirá: “de los hombres no quiero saber más, solo me trato con mujeres y homosexuales”.
Su otra desilusión es la política. Escribir toma, en esta nueva etapa, todo su tiempo y toda su pasión. Pero escribe desde el dolor y desde una perspectiva muy particular. Marguerite Duras le dice a Xaviere Gauthier: “Cuando se empiezan a ver las cosas desde esa manera, es aterrador.
Es como si alguien siguiera subiendo por una escalera que ya terminó, y está en una zona que despegó de la realidad. Todos esos personajes que se ven en televisión, ministros, la gente de los bares, todos muertos. ¿Cómo se llama ver las cosas así? ¿Se está enfermo de mal de muerte?”
Esto último dio pie al nombre que eligió para una preciosa novela erótica.
El personaje no puede amar, solo puede pensar en dar la muerte a la mujer que lo acompaña, lo tienta destruirla. Solo puede amarla cuando ella lo abandona, con un amor, el único posible para él, que había nacido muerto.
Marguerite Duras continúa escribiendo sobre destruir-destruirse, soportando así ese mal. “Cuando escribo no muero -dice-, pero alguien muere.”
Su escritura la aterra, y produce en el lector un peculiar malestar, según le confiesa a Xavier Gaulthier.
Los libros se van enlazando unos con otros, retomando los personajes del Arrebato de Lol V. Stein. Así escribe, y a veces filma El vicecónsul, El amor, La mujer del Ganges, Indian Song.
En cada libro, los encontramos más próximos a la muerte real, pero en algún sentido ya muertos. Todos han sido sacados de la sociedad, y permanecen en ella aislados en su ira o en su dolor.
Anne Marie Stretter, la mujer del baile de S. Thala, es para ella una suerte de fantasma primordial que encarna lo femenino, el poder de lo femenino de capturar y enamorar.
Pero también, por su apertura femenina, la posibilidad de ser atravesado por el dolor y el sufrimiento de esa India que habita. El vicecónsul, su equivalente en cuanto a la inteligencia que lo rodea, es la ira, el estallido, el grito produciendo escándalo frente a la sociedad.
Ha cometido un acto revulsivo tirando a matar sobre perros y leprosos. Así, el vicecónsul es el más vivo porque tiene la capacidad de negarse a través de su acto, se enamora locamente Anne Marie Stretter, pero con un amor nacido muerto.
Los personajes se van trocando por despojos y se mueven en escenarios naturales: el mar, la arena, la selva, los arrozales del Ganges, hoteles vacíos, casas vacías. De esta elección, dice: “es lo que va a quedar después… Son los restos de un mundo en ruinas.” Son los restos de una desesperación en un mundo en que cuesta comprometerse en algo porque nada cambiará en el contexto de un discurso político que se repite. Esa falta de compromiso con una sociedad injusta la llena de dolor e ira. Recordemos que ella ha sido militante de la Resistencia y miembro del Partido Comunista del que fue expulsada.
El genio de la Duras consiste en hacer de esos restos algo bello. Eleva así a la dignidad de la cosa . La escritura es su nueva pasión a partir de Moderato cantabile, la que reemplaza su pasión por los hombres y por la política(dando cuenta de vida monástica y aislada que lleva a partir de ese momento).
Sus creaciones literarias y films permiten que se cree así un sentido a pesar de ella misma, y un amor sin ella notarlo, que la impulsan a continuar infatigable por los caminos de la vida.
LAS CONVERSADORAS: ENTREVISTAS CON XAVIERE GAUTHIER
Cuenco de Plata Ed.
“Vivir luego escribir” decía nuestro escritor Abelardo Arias haciendo referencia a tomar de la vida la experiencia y el material para la obra. Marguerite Duras lo hizo así. Decía: “No he escrito una sola línea que no haya experimentado, siempre hablo de mi misma, lo que he comprendido por mi misma”. Utilizaba los términos “desgracia maravillosa” para referirse a esa tortura, esa solicitación que no deja ningún respiro, ese despojo que queda abandonado y perdido cuando se termina un libro.
Tomare como referencia al libro Las conversadoras, conjunto de entrevistas realizadas por Xaviere Gaulthier a Marguerite Duras, editado por Ediciones Lateral.
En uno de estos encuentros Marguerite dice: “Es muy duro escribir como yo escribo. Literalmente me hago polvo”. Ella ha llegado a escribir sobre la sexualidad, su sexualidad; sobre la muerte, su muerte, exprimiendo de tal modo lo imaginario que resta la letra en su vertiente más real.
Así la atmósfera de sus libros produce malestar y dolor.
“No es sin miedo” - nos dice - que entra en ese estado de escribir cuando la invaden voces e imágenes que intenta capturar de manera de transcripción literal sin organizarlo.
De eso que no cesa de no escribirse, ella se hace instrumento para intentar darle escritura. ¿Cómo hacerlo?
Dice en Emily L.: “Arrojar esa escritura fuera, maltratarla sin suprimir y, como decía, nada de su masa inútil, no formalizar nada, ni velocidad ni lentitud, dejar todo en estado de “aparición”.
Cómo sentir miedo si, en Escribir nos dice: “La escritura se vuelve salvaje. Se alcanza un salvajismo ante la vida y se la reconoce siempre, el de los bosques, el salvajismo ancestral como el tiempo; el del miedo a todo indistinto e inseparable de la vida misma.
Se combate con saña, no se puede escribir sin la fuerza del cuerpo, hace falta ser fuerte para escribir, hay que ser más fuerte que lo que se escribe. Es una cosa extraña sino solamente la escritura…; lo escrito son los gritos de las bestias de la noche, los de los hijos y los míos, los de los perros, es una vulgaridad masiva y exasperante de la sociedad. El dolor es Cristo y también Moisés y todos los judíos y todos los niños.”
Esta escritura que se alimenta de lo real, de todos los dolores, de todos los gritos, de todas las voces y de todas las exclusiones sociales, aparece recién en la Duras en 1955.
Me propongo analizar el momento en que vira hacia su madurez.
Su primer libro publicado fue La impudicia, en 1943, en plena ocupación nazi. Siguen Un dique sobre el Pacifico, Los caballitos de Tarquinia, Un marino de Gibraltar.
Si bien todos abrevan en su historia personal, estaban escritos de una manera clásica, y, como decía ella, adolecían de un cierto psicologismo. Se proponía además que fueran coherentes y armoniosos.
En el mencionado libro Las conversadoras, Marguerite se pregunta: ¿Qué paso? Y dice: “fue a partir de Moderato cantabile que todo cambió. Durante mucho tiempo yo estaba integrada en la sociedad, cenaba con gente. Todo formaba parte de lo mismo y hacía esos libros. Luego tuve una historia de amor, corrige, una experiencia erótica muy, muy, muy violenta y atravesé, cómo decirlo, una crisis suicida. Es decir, que esa mujer que quiere ser asesinada, lo he vivido. A partir de ahí los libros cambiaron. Ahí se produjo el pasaje hacia la sinceridad. Como en Moderato cantabile, la personalidad del hombre con quien vivía no importaba.
Era una historia sexual. Creí que no iba a poder salir de ella. Era muy extraño. Esto solo lo he contado por afuera, en Moderato cantabile. Nunca profundicé al respecto. Sin embargo, la facilidad se desmanteló. ¿Por qué? He vivido momentos peligrosos, pero no lo creía conscientemente. Mientras que yo sabía lo que quería: que me mates o mátame. Este tema de ahí en mas retorna constantemente.”-
Analicemos pues Moderato cantabile, único lugar donde narró el episodio que barrió su vida anterior:
Anne Desbaresdes es la mujer de un hombre rico e importante en la ciudad que habita. Anne ha tocado fondo. Tiene un hijo del cual dice: parece que me lo he inventado con él que pasea por la ciudad, o lo lleva a clase de música, donde debe interpretar una sonatina al modo de Moderato cantabile, como una canción de cuna.
Anne es despertada de su vida alienada cuando escucha un grito desgarrador, el grito final de la mujer asesinada por su amante en un café cercano a la clase. Observa la escena del asesino besando apasionadamente la boca ensangrentada de la muerta. Esa escena de amor en torno a esa mujer la captura. Entra al café, pide un vaso de vino, que pasara de ser una excusa a ser una costumbre buscada por si misma. Se emborracha. Conoce a un hombre y empieza a tejerse un extraño nudo que implica a la muerta, a su asesino, al hombre del café y a Anne.
El hombre es el relator, el que “sabe”, lugar de la escritura, el que inventa, recrea la historia de la otra pareja, pero que va implicándolos a ellos. Ahí se despliega el estilo Duras con puntos suspensivos. Luciendo un saber a medias, lo incompleto se muestra en frases al modo: “Usted, cree que es posible llegar…a eso…de no ser…por desesperación.” “Eso” condensa mucho más de lo que se puede decir.
La historia del hombre del café capta el deseo de Anne de vivir la tragedia de la otra mujer. Así, Anne gime con un lamento cuando él le habla del tiro al corazón que la mujer pedía. Los amantes se habían ido a vivir juntos, ella era casada y no pensaron que fuera a durar tan poco.
-¿Cómo se instaló el silencio en ellos?- pregunta Anne, introduciéndose en la otra historia, pero mencionando la suya de casada.
“–Fue de a poco- le dice el hombre, de pronto se encontraron en una pieza como dos fieras acorraladas”.
-¿Cómo nació el deseo de él? -pregunta Anne ambiguamente, pero refiriéndose al deseo de matarla.
El hombre dice: “Tal vez hubiesen llegado a ello sin que ella lo pidiese. Tal vez fue una sola vez, ¿cómo saberlo? Pero sin duda llegaron juntos allí donde estaban hace tres días, a no saber en absoluto lo que hacían.”
Se siente la violencia desencadenada entre ellos y el enloquecimiento sin salida. En otro encuentro, narra la historia muy, muy, muy violenta a la que se refería.
Llegaron a eso muy rápidamente, él se veía obligado a rechazarla lejos de él. Ella se iba, aunque quería quedarse. Ella dormía bajo los árboles; cuando él la llamaba, ella volvía, esperaba en el umbral a que él la dejara entrar. Se va armando la escena.
Nos va haciendo partícipes de esa degradación, de su lugar de perra en la relación. Fracaso y humillación, violencia y desconcierto por su necesidad de permanecer, por lo insensato de su deseo que va produciendo lo que llama su desgarro en profundidad.
El texto dice:“Asi supo ella que era una zorra”.
Entonces llega el momento en que ya no podía tocarla de otro modo. Anne se implica tocando su propio escote. El nudo tejido terminará en una nueva muerte que se realiza simbólicamente.
La pareja se toma las manos en un rito mortuorio. Anne hace que se besen. Pese a confesar su temor, el hombre del café termina por decirlo:”quisiera que estuviera muerta”. Anne dice: “esta hecho”. Se levanta y se va.
A partir de esa realización, en la escritura de eso que vivió caóticamente su deseo de muerte separa su vida.
Un nuevo tiempo comienza para su obra, donde el deseo de morir y el deseo de matar retorna. Sus personajes, como los héroes trágicos, circulan entre dos muertes, la simbólica y la real, tal como nos habla Lacan en el Seminario de La ética.
Esta partición se ha producido, en parte, por la caída de dos ilusiones. La caída de su potencia femenina al fracasar reiteradamente en relación a los hombres (a diferencia de su personaje Anne Marie Stretter, pura potencia sexual y atracción). Hacia un año terminaba su unión con Marcolo, con quien ha estado quince años y ha tenido un hijo. Después, ha vivido la relación que trata en Moderato cantabile. Dirá: “de los hombres no quiero saber más, solo me trato con mujeres y homosexuales”.
Su otra desilusión es la política. Escribir toma, en esta nueva etapa, todo su tiempo y toda su pasión. Pero escribe desde el dolor y desde una perspectiva muy particular. Marguerite Duras le dice a Xaviere Gauthier: “Cuando se empiezan a ver las cosas desde esa manera, es aterrador.
Es como si alguien siguiera subiendo por una escalera que ya terminó, y está en una zona que despegó de la realidad. Todos esos personajes que se ven en televisión, ministros, la gente de los bares, todos muertos. ¿Cómo se llama ver las cosas así? ¿Se está enfermo de mal de muerte?”
Esto último dio pie al nombre que eligió para una preciosa novela erótica.
El personaje no puede amar, solo puede pensar en dar la muerte a la mujer que lo acompaña, lo tienta destruirla. Solo puede amarla cuando ella lo abandona, con un amor, el único posible para él, que había nacido muerto.
Marguerite Duras continúa escribiendo sobre destruir-destruirse, soportando así ese mal. “Cuando escribo no muero -dice-, pero alguien muere.”
Su escritura la aterra, y produce en el lector un peculiar malestar, según le confiesa a Xavier Gaulthier.
Los libros se van enlazando unos con otros, retomando los personajes del Arrebato de Lol V. Stein. Así escribe, y a veces filma El vicecónsul, El amor, La mujer del Ganges, Indian Song.
En cada libro, los encontramos más próximos a la muerte real, pero en algún sentido ya muertos. Todos han sido sacados de la sociedad, y permanecen en ella aislados en su ira o en su dolor.
Anne Marie Stretter, la mujer del baile de S. Thala, es para ella una suerte de fantasma primordial que encarna lo femenino, el poder de lo femenino de capturar y enamorar.
Pero también, por su apertura femenina, la posibilidad de ser atravesado por el dolor y el sufrimiento de esa India que habita. El vicecónsul, su equivalente en cuanto a la inteligencia que lo rodea, es la ira, el estallido, el grito produciendo escándalo frente a la sociedad.
Ha cometido un acto revulsivo tirando a matar sobre perros y leprosos. Así, el vicecónsul es el más vivo porque tiene la capacidad de negarse a través de su acto, se enamora locamente Anne Marie Stretter, pero con un amor nacido muerto.
Los personajes se van trocando por despojos y se mueven en escenarios naturales: el mar, la arena, la selva, los arrozales del Ganges, hoteles vacíos, casas vacías. De esta elección, dice: “es lo que va a quedar después… Son los restos de un mundo en ruinas.” Son los restos de una desesperación en un mundo en que cuesta comprometerse en algo porque nada cambiará en el contexto de un discurso político que se repite. Esa falta de compromiso con una sociedad injusta la llena de dolor e ira. Recordemos que ella ha sido militante de la Resistencia y miembro del Partido Comunista del que fue expulsada.
El genio de la Duras consiste en hacer de esos restos algo bello. Eleva así a la dignidad de la cosa . La escritura es su nueva pasión a partir de Moderato cantabile, la que reemplaza su pasión por los hombres y por la política(dando cuenta de vida monástica y aislada que lleva a partir de ese momento).
Sus creaciones literarias y films permiten que se cree así un sentido a pesar de ella misma, y un amor sin ella notarlo, que la impulsan a continuar infatigable por los caminos de la vida.
el mundo es amplio y la diversidad humana también, conócelos
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Marguerite Duras
Principales obras. Novela: La vida tranquila (1944), Moderato cantabile (1958), Le Ravisssement de Lol. V. Stein (1964), El vice-cónsul (1965), La amante inglesa (1967), El amor (1971), El amante (1984), El dolor (1985), El amante de la China del Norte (1991); Teatro: Los viaductos del Seine-et-oise (1959), El square (1965), La música (1966), Días enteros en las ramas (1968); Adaptaciones teatrales: La bestia en la jungla (1984, sobre el cuento de Henry James), Los papeles de Aspern (1984, sobre la novela de Henry James). Films: Hiroshima, mon amour (1959, guión y diálogos, dirigido por Alain Resanais), Détruire, dit-elle (1969), India Song (1975), Le Camion (1977), Le Naviere Night (1978), L´Homme Atlantique (1981).
http://www.intermedio.net/tienda_dvd/co ... p-127.html
Los ojos verde
Icaria
"Los ojos verdes" es una compilación de textos de Marguerite Duras. Fue publicada por Cahiers du Cinema en junio de 1980. La compaginación corrió a cargo de la propia autora con la ayuda de Serge Daney. El resultado es una demostración del fértil pensamiento de Duras. Se trata de un texto firme que está atravesado por su inconfundible prosa. Un texto que incluye una emocionante reflexión sobre el cine que ya se ha hecho y sobre el cine que está por hacer. Sus páginas son el reflejo de las películas que hizo Marguerite Duras y de las películas que hicieron los otros. Sus líneas son de dolor y de vida y versan sobre la literatura y el cine. Nada más lejos del verbo atento y de la mirada insobornable y por momentos chinchona de "Los ojos verdes" que esos libros-hojarasca que parecen haber sido escritos desde la imaginación más agarrada y la ignorancia más feliz.
“Las palabras que se dicen en una noche de borrachera
se desvanecen como la oscuridad al comienzo del día.”
Marguerite Duras.
Principales obras. Novela: La vida tranquila (1944), Moderato cantabile (1958), Le Ravisssement de Lol. V. Stein (1964), El vice-cónsul (1965), La amante inglesa (1967), El amor (1971), El amante (1984), El dolor (1985), El amante de la China del Norte (1991); Teatro: Los viaductos del Seine-et-oise (1959), El square (1965), La música (1966), Días enteros en las ramas (1968); Adaptaciones teatrales: La bestia en la jungla (1984, sobre el cuento de Henry James), Los papeles de Aspern (1984, sobre la novela de Henry James). Films: Hiroshima, mon amour (1959, guión y diálogos, dirigido por Alain Resanais), Détruire, dit-elle (1969), India Song (1975), Le Camion (1977), Le Naviere Night (1978), L´Homme Atlantique (1981).
http://www.intermedio.net/tienda_dvd/co ... p-127.html
Los ojos verde
Icaria
"Los ojos verdes" es una compilación de textos de Marguerite Duras. Fue publicada por Cahiers du Cinema en junio de 1980. La compaginación corrió a cargo de la propia autora con la ayuda de Serge Daney. El resultado es una demostración del fértil pensamiento de Duras. Se trata de un texto firme que está atravesado por su inconfundible prosa. Un texto que incluye una emocionante reflexión sobre el cine que ya se ha hecho y sobre el cine que está por hacer. Sus páginas son el reflejo de las películas que hizo Marguerite Duras y de las películas que hicieron los otros. Sus líneas son de dolor y de vida y versan sobre la literatura y el cine. Nada más lejos del verbo atento y de la mirada insobornable y por momentos chinchona de "Los ojos verdes" que esos libros-hojarasca que parecen haber sido escritos desde la imaginación más agarrada y la ignorancia más feliz.
“Las palabras que se dicen en una noche de borrachera
se desvanecen como la oscuridad al comienzo del día.”
Marguerite Duras.
el mundo es amplio y la diversidad humana también, conócelos
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Marguerite Duras es una de las principales exponentes del “nouveau roman”. Su narrativa, de poca acción y pocos personajes, se centró en el tema de la soledad, la incomunicación, la muerte, el amor y la ausencia.
Marguerite Duras, es el seudónimo de la narradora, guionista y directora de cine francesa de origen vietnamita Marguerite Donnadieu que nació en Gia Dihn, cerca de Saigón, el 4 de abril de 1914 y falleció en París el 3 de marzo de 1996. Cambió su nombre por el de un pueblecito francés donde su padre había comprado una casa para pasar los veranos. En 1932, con dieciocho años, se traslada a Francia, estudiando en la Universidad de la Sorbona, en la que se licenció en Derecho y Ciencias Políticas. Fue secretaria del Ministerio de las Colonias. En 1939 contrajo matrimonio con Robert Antelme. Tres años más tarde conoció a Dionys Mascolo que se convirtió en su amante. En la Segunda Guerra Mundial participó en la resistencia contra los nazis. Tras caer en una emboscada consigue escapar ayudada por François Mitterrand. Militó en el Partido Comunista Francés. “He sido comunista –nos dice- hasta que me di cuenta que el partido soviético no era comunista”. Perteneció a los círculos existencialistas, entablando amistad con Albert Camus, Jean Paul Sarte y Simone de Beauvoir. Participó en el mayo del 68. En 1981 se manifestó públicamente contra el golpe militar del 23-F. Obtuvo el Premio Goncourt en 1984.
Una de sus primeras obras es La vie tranquile (1944), de ambiente campesino. En 1950 se consolida como escritora con Un dique contra el Pacífico, de trasfondo biográfico, que plantea la lucha de un personaje femenino para sobrevivir en un desierto de sal invadida en ocasiones por el mar. Pero son El Square: días enteros en las ramas (1955) y Moderato contabile (1958) las novelas que la convierten en una de las máximas representantes del “nouveau roman”. Otras obras son El marino de Gibraltar, Una tarde de M. Andesmas, Las diez y media de la noche en verano, El vicecónsul, La amante inglesa, etc.
De su extensa vinculación con el cine (18 películas), destacan el guión Hiroshima mon amour (1959), dirigido por Alain Resnais, y las realizaciones de Indian song (1975), El camión (1977) y Los niños (1984).
Sus últimas novelas se basan en material autobiográfico: El amante (1984; Premio Goncourt), ambientada en la Indochina de los años treinta, fue llevada al cine con éxito por Jean-Jacques Annaud , El dolor (1985), Ojos azules, pelo negro (1986), La vida material (1987) y El amante de la China del Norte (1991), nueva versión de El amante. Y como nos dijo la novelista francesa: “Yo soy una escritora no vale la pena decir más”.
Francisco Arias Solis
El amante
Tusquets
Existen dos versiones de este libro que Marguerite Duras publicó por primera vez en 1984, con un éxito inmediato y escandaloso en todo el mundo. La primera versión, la de 1984, es inacabada y seguramente más impersonal. La segunda data de 1991, es inmediatamente previa a la película que dirigiría Jean Jacques Annaud y se llama El amante de la China del Norte.
No sabemos a ciencia cierta cuál es la apoyatura final del filme, pero sin dudas Duras (asimismo directora de cine y guionista) ya pensaba en la realización de una película al momento de escribir su versión final de la historia, que no casualmente fue concebida con posterioridad a la muerte de ese amante que existió realmente y fue su primer hombre cuando ella era apenas una niña en la Saigón colonial.
Cuando uno aborda la literatura de Marguerite Duras, su obra parece transida de una única visión, la del francés que nació y vivió parte de su vida en alguna colonia de ultramar.
Pero en este caso, al repasar el texto de El Amante (Tusquets Ed., Colección Fábula, 2007), sin duda surge un gran equívoco, puesto que existen dos versiones: la que se acaba de citar, y otra posterior titulada El Amante de la China del Norte (RBA Ed., 1993), que es una reelaboración de la primera, seguramente con la finalidad de adecuarla al film que realizaría Jean-Jacques Annaud.
En la primera de las obras, se conjugan diversos elementos que hacen que el todo sea superior a las partes. Ambientada en los años ’30, no sólo se trata del inicio sexual de una niña de quince años oriunda de Indochina con un chino joven, mucho mayor que ella, sino que el relato refleja parte de la vida de los colonos blancos franceses, con sus escuelas y pensiones en Saigón y Sadec y su pacatería europea; la tradicional sociedad patriarcal china, que obliga a sus hijos a casarse entre familias de la misma condición económica, entre otras cuestiones sociales.
A esto hay que agregarle una madre francesa empobrecida, burlada, incapaz de realizar un seguimiento adecuado de la educación de sus tres hijos, así como de reconocer su debilidad por su primogénito; la naturaleza enfermiza del vínculo entre los mismos, donde se sugiere –pero no se explicita- una relación de incesto entre hermanos y a la vez la debilidad de ese hermano mayor que, adentrado en la adicción al opio, hace más gravosa y peligrosa el delicado equilibrio familiar; una necesidad de experimentación de la protagonista que la lleva, además del descubrimiento de su propio sexo y del masculino, también a ahondar en una prístina relación homosexual con su mejor amiga y compañera de pensión.
India Song (Marguerite Duras, 1974)
La evocación de dos días de la historia de amor de Anne-Marie Stretter (Delphine Seyrig), la mujer del embajador de Francia destinado en la India y ahora muerto, su amante Michael Richardson (Claude Mann) y el Vicecónsul de Lahore (Michael Lonsdale) que durante la velada le confesará su amor. Una historia intemporal donde las voces over comentan la acción en pasado. Anne-Marie Stretter ha muerto pero ella y sus invitados pasean por un espacio igualmente indefinido. ¿Dónde se sitúa entonces India Song? Probablemente en el territorio diluido de la memoria donde un marchito edificio se presta a la deriva oceánica de sus personajes. Cuerpos mutilados que se deslizan entre las estancias de la vieja embajada.
¿Qué se escucha entonces? ¿Qué es ese rumor de fondo que asecha a los personajes y al cuerpo de la anfitriona? Es la lepra del corazón. ¿Las obligaciones sociales que someten a Anne-Marie Stretter, la visión insoportable de Calcuta o el olor de los laureles rosa que le recuerda el indefinible olor de la lepra? ¿Esa lepra es acaso el amor no correspondido del Vicecónsul? Anne-Marie inflige dolor, mata lo que toca. Una viuda vestida de rojo carmesí que arrastra consigo lo insoportable. Los hombres que la rodean no pueden hacer más que seguirla y su no-presencia en el plano va más allá de la visión de sus cuerpos. India Song es un filme tránsito. Una película en la que reina el paso de las figuras, sus huellas en la imagen marcadas por la quietud del monzón, la humedad y el calor, la lentitud de movimientos, la casi inmovilidad de la sangre... la suspensión. Un filme sobre europeos suicidas que no soportan el lugar que ocupan. ¿Regresar a París? Imposible. Volver a Europa es impensable. El cine moderno ha muerto en la India. Ya sólo se escucha a la mendiga cantar la canción de Savannakhet y los gritos del Vicecónsul a lo lejos. Un melancólico blues, un piano en la húmeda noche del monzón... India Song y la retirada de Anne-Marie en la escena final hacia su muerte.
Marguerite Duras, es el seudónimo de la narradora, guionista y directora de cine francesa de origen vietnamita Marguerite Donnadieu que nació en Gia Dihn, cerca de Saigón, el 4 de abril de 1914 y falleció en París el 3 de marzo de 1996. Cambió su nombre por el de un pueblecito francés donde su padre había comprado una casa para pasar los veranos. En 1932, con dieciocho años, se traslada a Francia, estudiando en la Universidad de la Sorbona, en la que se licenció en Derecho y Ciencias Políticas. Fue secretaria del Ministerio de las Colonias. En 1939 contrajo matrimonio con Robert Antelme. Tres años más tarde conoció a Dionys Mascolo que se convirtió en su amante. En la Segunda Guerra Mundial participó en la resistencia contra los nazis. Tras caer en una emboscada consigue escapar ayudada por François Mitterrand. Militó en el Partido Comunista Francés. “He sido comunista –nos dice- hasta que me di cuenta que el partido soviético no era comunista”. Perteneció a los círculos existencialistas, entablando amistad con Albert Camus, Jean Paul Sarte y Simone de Beauvoir. Participó en el mayo del 68. En 1981 se manifestó públicamente contra el golpe militar del 23-F. Obtuvo el Premio Goncourt en 1984.
Una de sus primeras obras es La vie tranquile (1944), de ambiente campesino. En 1950 se consolida como escritora con Un dique contra el Pacífico, de trasfondo biográfico, que plantea la lucha de un personaje femenino para sobrevivir en un desierto de sal invadida en ocasiones por el mar. Pero son El Square: días enteros en las ramas (1955) y Moderato contabile (1958) las novelas que la convierten en una de las máximas representantes del “nouveau roman”. Otras obras son El marino de Gibraltar, Una tarde de M. Andesmas, Las diez y media de la noche en verano, El vicecónsul, La amante inglesa, etc.
De su extensa vinculación con el cine (18 películas), destacan el guión Hiroshima mon amour (1959), dirigido por Alain Resnais, y las realizaciones de Indian song (1975), El camión (1977) y Los niños (1984).
Sus últimas novelas se basan en material autobiográfico: El amante (1984; Premio Goncourt), ambientada en la Indochina de los años treinta, fue llevada al cine con éxito por Jean-Jacques Annaud , El dolor (1985), Ojos azules, pelo negro (1986), La vida material (1987) y El amante de la China del Norte (1991), nueva versión de El amante. Y como nos dijo la novelista francesa: “Yo soy una escritora no vale la pena decir más”.
Francisco Arias Solis
El amante
Tusquets
Existen dos versiones de este libro que Marguerite Duras publicó por primera vez en 1984, con un éxito inmediato y escandaloso en todo el mundo. La primera versión, la de 1984, es inacabada y seguramente más impersonal. La segunda data de 1991, es inmediatamente previa a la película que dirigiría Jean Jacques Annaud y se llama El amante de la China del Norte.
No sabemos a ciencia cierta cuál es la apoyatura final del filme, pero sin dudas Duras (asimismo directora de cine y guionista) ya pensaba en la realización de una película al momento de escribir su versión final de la historia, que no casualmente fue concebida con posterioridad a la muerte de ese amante que existió realmente y fue su primer hombre cuando ella era apenas una niña en la Saigón colonial.
Cuando uno aborda la literatura de Marguerite Duras, su obra parece transida de una única visión, la del francés que nació y vivió parte de su vida en alguna colonia de ultramar.
Pero en este caso, al repasar el texto de El Amante (Tusquets Ed., Colección Fábula, 2007), sin duda surge un gran equívoco, puesto que existen dos versiones: la que se acaba de citar, y otra posterior titulada El Amante de la China del Norte (RBA Ed., 1993), que es una reelaboración de la primera, seguramente con la finalidad de adecuarla al film que realizaría Jean-Jacques Annaud.
En la primera de las obras, se conjugan diversos elementos que hacen que el todo sea superior a las partes. Ambientada en los años ’30, no sólo se trata del inicio sexual de una niña de quince años oriunda de Indochina con un chino joven, mucho mayor que ella, sino que el relato refleja parte de la vida de los colonos blancos franceses, con sus escuelas y pensiones en Saigón y Sadec y su pacatería europea; la tradicional sociedad patriarcal china, que obliga a sus hijos a casarse entre familias de la misma condición económica, entre otras cuestiones sociales.
A esto hay que agregarle una madre francesa empobrecida, burlada, incapaz de realizar un seguimiento adecuado de la educación de sus tres hijos, así como de reconocer su debilidad por su primogénito; la naturaleza enfermiza del vínculo entre los mismos, donde se sugiere –pero no se explicita- una relación de incesto entre hermanos y a la vez la debilidad de ese hermano mayor que, adentrado en la adicción al opio, hace más gravosa y peligrosa el delicado equilibrio familiar; una necesidad de experimentación de la protagonista que la lleva, además del descubrimiento de su propio sexo y del masculino, también a ahondar en una prístina relación homosexual con su mejor amiga y compañera de pensión.
India Song (Marguerite Duras, 1974)
La evocación de dos días de la historia de amor de Anne-Marie Stretter (Delphine Seyrig), la mujer del embajador de Francia destinado en la India y ahora muerto, su amante Michael Richardson (Claude Mann) y el Vicecónsul de Lahore (Michael Lonsdale) que durante la velada le confesará su amor. Una historia intemporal donde las voces over comentan la acción en pasado. Anne-Marie Stretter ha muerto pero ella y sus invitados pasean por un espacio igualmente indefinido. ¿Dónde se sitúa entonces India Song? Probablemente en el territorio diluido de la memoria donde un marchito edificio se presta a la deriva oceánica de sus personajes. Cuerpos mutilados que se deslizan entre las estancias de la vieja embajada.
¿Qué se escucha entonces? ¿Qué es ese rumor de fondo que asecha a los personajes y al cuerpo de la anfitriona? Es la lepra del corazón. ¿Las obligaciones sociales que someten a Anne-Marie Stretter, la visión insoportable de Calcuta o el olor de los laureles rosa que le recuerda el indefinible olor de la lepra? ¿Esa lepra es acaso el amor no correspondido del Vicecónsul? Anne-Marie inflige dolor, mata lo que toca. Una viuda vestida de rojo carmesí que arrastra consigo lo insoportable. Los hombres que la rodean no pueden hacer más que seguirla y su no-presencia en el plano va más allá de la visión de sus cuerpos. India Song es un filme tránsito. Una película en la que reina el paso de las figuras, sus huellas en la imagen marcadas por la quietud del monzón, la humedad y el calor, la lentitud de movimientos, la casi inmovilidad de la sangre... la suspensión. Un filme sobre europeos suicidas que no soportan el lugar que ocupan. ¿Regresar a París? Imposible. Volver a Europa es impensable. El cine moderno ha muerto en la India. Ya sólo se escucha a la mendiga cantar la canción de Savannakhet y los gritos del Vicecónsul a lo lejos. Un melancólico blues, un piano en la húmeda noche del monzón... India Song y la retirada de Anne-Marie en la escena final hacia su muerte.
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Desear es construir - Margueritr Duràs
Tiempos extraños
Éstos que nos ha tocado vivir.
Éstos donde se trata de sumar, no de restar, donde cada paso es un esfuerzo y cada llamada una deuda. Donde escalamos muros porque hay que escalarlos, porque hay que ganar, ser más que el otro.
¿No se suponía que los escalábamos por algo? ¿No rescatábamos princesas? ¿No saldábamos cuentas pendientes?
Tiempo extraños, donde vemos el marco y no el recuerdo; aquí, donde las teclas crujen en cada párrafo y cada párrafo de cada blog es una llamada, una necesidad de aquí y ahora. Del yo soy más.
“No quiero ser”
Marguerite Duras fue novelista, guionista y directora de cine. Nació en Saigon, tras unos ojos rasgados y un hambre voraz de no ser. Fue, desde el principio, una mujer excesiva, contradictoria, atormentada, difícil y marcada por la ira y los desengaños, el alcohol y las depresiones, inundada, en fin, de sueños trágicos, amor y odio.
Deja Indochina con 18 primaveras y es expatriada al París de los adoquines y los sueños imposibles -los únicos que merecen la pena-, el París de la ocupación Nazi, donde comparte mesa con Sartre, Simone de Beauvoir, Camus y Mitterrand.
Elige el compromiso, es parte activa de la Resistencia y milita en el Partido Comunista, del que fue expulsada por disidente en 1950 y también condenó, sin fisuras, el golpe de estado del 23-F acusando a la corona española de complicidad en el mismo.
Escribe. Sin cesar. Sin más objeto que escribir, que es buscar fuera de uno mismo lo que está ya dentro de uno mismo.
[INDENT]Escribir es no ser nadie. ‘Muerto’ decía Thomas Mann”.
[/INDENT] Escribe el guión de la película Hiroshima mon amour y, con El Amante, Duras gana los premios Goncourt y Hemingway y su nombre en los libros de texto. Su nombre, ese que trataba de escaparse -huir- entre la tinta y el papel, acariciando cada palabra. Marguerite Duras muere sola un día de marzo del 96 y es enterrada en el Cementerio de Montparnasse donde, al fin, se entrega al silencio.
Desear es destuir
Duele y estremece leer a Duras.
Duele observar su entrega sin medida. Sin causa ni recompensa, sólo desaparecer:
“El sujeto desea el objeto y se satisface en la negación de la identidad y subsistencia de éste. Esa negación es, pues, satisfacción, consumo, destrucción” (Eugenio Trias, Tratado de la pasión).
En su obra tintinean los pasos de la destrucción ligada, claro, al deseo. La destrucción es obra del deseo y en sus páginas los amantes se estremecen de una manera diferente, visceral, ausente y trágica. La amante no puede sino quebrarse, entregarse por última vez buscando la única salida: el encuentro, la posibilidad, el otro.
[INDENT]“Vendrá un tiempo en que no sabremos que nombre dar a lo que nos una. Su nombre se irá borrando poco a poco de nuestra memoria y luego desaparecerá por completo”.
(Hiroshima mom amour)
http://books.google.es/books?id=XKPemlQ ... &q=&f=true
[/INDENT]
Tiempos extraños
Éstos que nos ha tocado vivir.
Éstos donde se trata de sumar, no de restar, donde cada paso es un esfuerzo y cada llamada una deuda. Donde escalamos muros porque hay que escalarlos, porque hay que ganar, ser más que el otro.
¿No se suponía que los escalábamos por algo? ¿No rescatábamos princesas? ¿No saldábamos cuentas pendientes?
Tiempo extraños, donde vemos el marco y no el recuerdo; aquí, donde las teclas crujen en cada párrafo y cada párrafo de cada blog es una llamada, una necesidad de aquí y ahora. Del yo soy más.
“No quiero ser”
Marguerite Duras fue novelista, guionista y directora de cine. Nació en Saigon, tras unos ojos rasgados y un hambre voraz de no ser. Fue, desde el principio, una mujer excesiva, contradictoria, atormentada, difícil y marcada por la ira y los desengaños, el alcohol y las depresiones, inundada, en fin, de sueños trágicos, amor y odio.
Deja Indochina con 18 primaveras y es expatriada al París de los adoquines y los sueños imposibles -los únicos que merecen la pena-, el París de la ocupación Nazi, donde comparte mesa con Sartre, Simone de Beauvoir, Camus y Mitterrand.
Elige el compromiso, es parte activa de la Resistencia y milita en el Partido Comunista, del que fue expulsada por disidente en 1950 y también condenó, sin fisuras, el golpe de estado del 23-F acusando a la corona española de complicidad en el mismo.
Escribe. Sin cesar. Sin más objeto que escribir, que es buscar fuera de uno mismo lo que está ya dentro de uno mismo.
[INDENT]Escribir es no ser nadie. ‘Muerto’ decía Thomas Mann”.
[/INDENT] Escribe el guión de la película Hiroshima mon amour y, con El Amante, Duras gana los premios Goncourt y Hemingway y su nombre en los libros de texto. Su nombre, ese que trataba de escaparse -huir- entre la tinta y el papel, acariciando cada palabra. Marguerite Duras muere sola un día de marzo del 96 y es enterrada en el Cementerio de Montparnasse donde, al fin, se entrega al silencio.
Desear es destuir
Duele y estremece leer a Duras.
Duele observar su entrega sin medida. Sin causa ni recompensa, sólo desaparecer:
“El sujeto desea el objeto y se satisface en la negación de la identidad y subsistencia de éste. Esa negación es, pues, satisfacción, consumo, destrucción” (Eugenio Trias, Tratado de la pasión).
En su obra tintinean los pasos de la destrucción ligada, claro, al deseo. La destrucción es obra del deseo y en sus páginas los amantes se estremecen de una manera diferente, visceral, ausente y trágica. La amante no puede sino quebrarse, entregarse por última vez buscando la única salida: el encuentro, la posibilidad, el otro.
[INDENT]“Vendrá un tiempo en que no sabremos que nombre dar a lo que nos una. Su nombre se irá borrando poco a poco de nuestra memoria y luego desaparecerá por completo”.
(Hiroshima mom amour)
http://books.google.es/books?id=XKPemlQ ... &q=&f=true
[/INDENT]
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El mal inconfesable
Juan Gregorio Avilés
Texto publicado inicialmente en Espinosa, n. 4 (2003), pp. 35-46
En 1982, en Les éditions de Minuit, Marguerite Duras publicó un texto del que Maurice Blanchot dice “que se bastaba a sí mismo, lo que quiere decir perfecto, lo que quiere decir sin salida”. Se trata de La maladie de la mort(1). Que este texto pueda constituir una referencia inextirpable en La communauté inavouable(2)es, en primera instancia, un hecho cuya relevancia merece ser apuntada. Es un texto, el de Duras, que se pone en juego en medio de la dualidad que supone la relación –o una de ellas- entre un hombre y una mujer: una pareja cuyo modo de relación en principio excluye la intimidad de los sujetos: una relación contractual. Y sin embargo, en medio del espacio generado por esta exclusión es posible el manifestarse de algo cuya realidad es ciertamente umbrosa pero que revela a la vez que imposibilita cualquier género de comunicación. No se debe ignorar esta diferencia entre relación y comunicación. Sería esta última un género de relación en la que la intimidad de los sujetos se presupone y se intercambia, sea de modo inmediato sea en torno a una realidad –sagrada- que obra como vínculo que aglutina a los individuos en una comunidad. Pero establecida esta presencia de lo sagrado, ¿cabría acaso pensar una relación inmediata entre individuos, que no estuviera intermediada por esta realidad? El texto de Duras no lo autoriza. La relación entre los dos personajes está habitada y como escindida por... No está de más recordar que para Kierkegaard la única relación directa del hombre es con Dios, siendo la relación con los otros hombres intermediada por esta relación anterior. Se explicita así un motivo que permite situar, en un primer momento, el lugar de lo comunitario en la comunidad religiosa, organizada a partir de una experiencia de lo sagrado que todos los miembros comparten aunque sea una presencia no tangible o sólo y siempre buscada; una presencia de algo que está ahí, que todos perciben, pero que no se alcanza a ver. Es éste uno de los hechos puestos de relieve por un lúcido texto de Nancy(3). Lo sagrado, como presencia extraña y desconcertante –más aún, como lo que no está al alcance y atrae tanto como repele- es una realidad no explícita pero ineludida en el texto de Duras. En un texto paralelo, pero no similar, de Georges Bataille(4) esta presencia en la relación entre hombre y mujer llega al tenor de lo explícito: “Yo soy Dios”. Quedan establecidos a partir de aquí dos modos de entender la trascendencia: en primer lugar, una trascendencia que se produce en el orden del ser y que viene a ser una trascendencia fundamentadora y afirmativa. Es lo visible del modo de concebir a Dios en las religiones, sobre todo monoteístas, y que cristaliza en las formas propias de la organización religiosa. Es el modo que, a través de los procesos inmanentizadores de la Ilustración y de las formas secularizadas de la política del siglo XX lleva hasta la configuración teológica de la sociedad contemporánea. Configuración que se establece a partir del concepto, debido a la sistematización teológica, de “soberanía” y al concepto no menos teológico de “representación”. Por otro lado se puede entender la trascendencia en un modo no afirmativo, esto es, como realidad inversa al “conatus” fundamentador a partir del ser: Dios, de este modo, no queda como instancia precedente –ontológica y gnoseológicamente- sino como poder siempre en retirada, como movimiento de cuestionamiento y disolución: dos modos que nunca se encuentran, pero que conviven como pareja de la que Nietzsche percibió sólo una dimensión. Este segundo modo, con la atracción sorda de lo innombrado, alienta entre las páginas de La maladie de la mort: un texto cuyo discurrir se entrecruza –inextirpablemente- con las consideraciones de Blanchot en “La communauté des amants”, segunda parte de La communauté inavouable. Valgan estas consideraciones para mostrar, con palabras de Blanchot, lo sólo aparentemente arbitrario de “la introducción, aquí, de unas páginas escritas sin otra intención que la de acompañar la lectura de un relato casi reciente (pero la fecha no importa) de Marguerite Duras”. Valgan también para introducir una primera consideración no meramente formal sobre el texto, a saber, la perspectiva –si es una y si existe- ante la que éste se despliega.
El testigo
Por motivos diversos, La maladie de la mort es un texto singular. Quizás uno de los motivos que más insistentemente suscita la extrañeza es la imperiosa voz que construye, por su propia autoridad, la urdimbre del texto donde, dice Blanchot, “todo queda decidido por un ‘Usted’ inicial que es más que autoritario, que interpela y determina lo que sucederá o podría suceder a quien ha caído en la red de un destino inexorable”. Se trata de una voz que permanece fuera del juego de los intervinientes, pero con un vigor performativo que no la hace asimilable a la voz del narrador. No dudo que éste es un motivo que ha llevado a Maurice Blanchot a la observación de que este libro de Duras “es un texto declarativo, y no un relato aunque tenga esa apariencia”. Pero lo que en él se declara ¿es lo que ha sucedido, o más bien lo que la voz declarativa fuerza a suceder? ¿O más bien lo que es imposible que suceda, o el acontecer de un imposible, o la imposibilidad que se alberga en el seno del acontecimiento? Una pregunta cargada de significación, porque de aquí se deriva algo relativo al texto, que es determinante con respecto al estatuto ontológico de su acontecer. A este propósito, en L’entretien infini hay unas páginas relevantes sobre la cuestión(5).
Aquí, referida al modo convencional de entender la voz del narrador, aparece también la palabra “autoritario”, pero referida a la conciencia del autor: “el autor que habla, un ‘yo’ autoritario y complaciente, anclado en la vida y que hace irrupción sin poder ser retenido”. Un testigo, al fin, que conoce y cuyo saber informa la anécdota de lo narrado, su sentido. De modo que lo autoritario de esta voz procede de un saber anterior que descifra, interpreta y construye una trama inteligible, un mundo narrado. Es precisamente esta inteligibilidad lo que conforta la conciencia de un lector preocupado por comprender, es decir, por integrar lo narrado a partir de la comprensión de la realidad dada, del mundo extraliterario o efectivo. Sin embargo, en el texto de Duras, la voz performativa que lo genera es, dice Blanchot, “más que autoritaria”. Hay en ella una interpelación, un poder de convocar, cuya autoridad viene de más allá de un saber confortador o que se pueda integrar. ¿Quién es el que habla por el medio de esta voz?
Indudablemente, esta voz “narrativa (no narradora)” no es la voz del autor. Tampoco es la voz épica de un narrador que convocara hasta el interior del texto hechos de la memoria –supuesta o fingida- que habrían de adquirir un tenor literario. No es, tampoco, un personaje más, aunque privilegiado, que desde la omnipotencia de su saber ofreciera una perspectiva al lector. Esta voz narra, no lo sabido, sino lo que debería ser, lo que será, lo que –por ella- sucede. Como ofreciendo su voz a la urdimbre de lo que, sin ella, no podría acontecer. De este modo, los personajes (y el lector, al menos así se sugiere, entra en ella –o puede ser confundido con- como un personaje más) están prendidos en el espacio, en el círculo que circunscribe esta voz. Se trata además de una voz intrusiva en el seno de lo acontecido que crea una ambigüedad: no saber si esta voz es el intruso (en una narración de la que es forzado a ser parte el lector) o si el lector es llevado al estatuto de un voyeur, por apuntar sólo dos posibilidades, aunque Blanchot indica también que es una voz que dicta al personaje masculino lo que ha de realizar. Estos rasgos, junto a otros que se podrían enumerar, hacen que su lugar sea insituable: habla sin ser justificada y su legitimidad se erige sobre una autoridad que ella misma se arroga o sobre el suelo inaprensible de los hechos que describe. ¿Se trata, pues, de la voz de un testigo peculiar que narrara lo que ve en una simultaneidad sorprendente con los hechos y actitudes que narra? Sin duda es más: como la narración de algo que hace imposibles los hechos narrados, como si se erigieran a partir de algo –neutro, gusta de decir el mismo Blanchot- que priva a los hechos y a la voz, no de la justificación como posibilidad de los mismos, sino de la misma pertinencia de la categoría de justificación.
Hay, al final de La maladie de la mort, unas páginas donde habla la voz de Duras. Para sacar lo escrito del terreno de la lectura y transportarlo como posible hasta lo visual y auditivo del escenario. Allí se determina de algún modo la naturaleza de esta voz que, en su realidad sólo literaria, sólo está determinada por la extrañeza: “Sólo la joven recitaría su papel de memoria. El hombre, nunca. El hombre leería el texto sea detenido, sea caminando en torno a la joven.
Aquél del que trata la historia no sería nunca representado. Incluso cuando se dirigiera a la joven, sería por el intermedio del hombre que lee su historia”. ¿Quién es representado: un personaje oculto, una hipóstasis, el lector... Alguien que por sí mismo no puede actuar...? ¿Cuál es, nuevamente el estatuto y la legitimidad de esta voz? La misma Duras dice, a propósito esta vez de la versión cinematográfica de India Song: “Era necesario que lo que se había supuesto que tenía que haber sido dicho por estas personas, en estos diálogos, fuera redicho pero en presencia del signo concreto de su muerte –lo mismo que lo que era visto lo era en presencia de la fotografía de la muerta. Y he hallado las bocas cerradas: mientras ellos hablan, sus bocas callan”(6). “Hablar o morir”, recuerdo haber leído también en algún texto de Blanchot.
Como si la muerte, que no puede ser figurada ni construida sobre escena, necesitara un cuerpo neutro –el de la mujer- sobre el que ser experimentada. Como si ese cuerpo fuera el soporte de una voz que atrae, interpela, pero para sólo dejar al fin el rastro de una ausencia, una perplejidad que se expande desde el inicio de la obra. De aquí que el personaje masculino, como realidad que ese cuerpo de mujer excluye, no tenga voz, que tenga que hablar por el intermedio de la voz impersonal, declarativa, imperiosa, del narrador. Tocamos aquí el verdadero trasfondo de esa voz. Blanchot ha dicho que no se trata de un relato propiamente sino de un texto declarativo; anteriormente, en carta a Mascolo, se había pronunciado así: “El modo declarativo puede ser portador de todo el temblor del pensamiento, su tormento y su búsqueda infinita, no afirmando sino obligándonos a arriesgarnos allí donde no hay afirmación posible: sobre el verdadero abismo”(7).
prosigue
Juan Gregorio Avilés
Texto publicado inicialmente en Espinosa, n. 4 (2003), pp. 35-46
En 1982, en Les éditions de Minuit, Marguerite Duras publicó un texto del que Maurice Blanchot dice “que se bastaba a sí mismo, lo que quiere decir perfecto, lo que quiere decir sin salida”. Se trata de La maladie de la mort(1). Que este texto pueda constituir una referencia inextirpable en La communauté inavouable(2)es, en primera instancia, un hecho cuya relevancia merece ser apuntada. Es un texto, el de Duras, que se pone en juego en medio de la dualidad que supone la relación –o una de ellas- entre un hombre y una mujer: una pareja cuyo modo de relación en principio excluye la intimidad de los sujetos: una relación contractual. Y sin embargo, en medio del espacio generado por esta exclusión es posible el manifestarse de algo cuya realidad es ciertamente umbrosa pero que revela a la vez que imposibilita cualquier género de comunicación. No se debe ignorar esta diferencia entre relación y comunicación. Sería esta última un género de relación en la que la intimidad de los sujetos se presupone y se intercambia, sea de modo inmediato sea en torno a una realidad –sagrada- que obra como vínculo que aglutina a los individuos en una comunidad. Pero establecida esta presencia de lo sagrado, ¿cabría acaso pensar una relación inmediata entre individuos, que no estuviera intermediada por esta realidad? El texto de Duras no lo autoriza. La relación entre los dos personajes está habitada y como escindida por... No está de más recordar que para Kierkegaard la única relación directa del hombre es con Dios, siendo la relación con los otros hombres intermediada por esta relación anterior. Se explicita así un motivo que permite situar, en un primer momento, el lugar de lo comunitario en la comunidad religiosa, organizada a partir de una experiencia de lo sagrado que todos los miembros comparten aunque sea una presencia no tangible o sólo y siempre buscada; una presencia de algo que está ahí, que todos perciben, pero que no se alcanza a ver. Es éste uno de los hechos puestos de relieve por un lúcido texto de Nancy(3). Lo sagrado, como presencia extraña y desconcertante –más aún, como lo que no está al alcance y atrae tanto como repele- es una realidad no explícita pero ineludida en el texto de Duras. En un texto paralelo, pero no similar, de Georges Bataille(4) esta presencia en la relación entre hombre y mujer llega al tenor de lo explícito: “Yo soy Dios”. Quedan establecidos a partir de aquí dos modos de entender la trascendencia: en primer lugar, una trascendencia que se produce en el orden del ser y que viene a ser una trascendencia fundamentadora y afirmativa. Es lo visible del modo de concebir a Dios en las religiones, sobre todo monoteístas, y que cristaliza en las formas propias de la organización religiosa. Es el modo que, a través de los procesos inmanentizadores de la Ilustración y de las formas secularizadas de la política del siglo XX lleva hasta la configuración teológica de la sociedad contemporánea. Configuración que se establece a partir del concepto, debido a la sistematización teológica, de “soberanía” y al concepto no menos teológico de “representación”. Por otro lado se puede entender la trascendencia en un modo no afirmativo, esto es, como realidad inversa al “conatus” fundamentador a partir del ser: Dios, de este modo, no queda como instancia precedente –ontológica y gnoseológicamente- sino como poder siempre en retirada, como movimiento de cuestionamiento y disolución: dos modos que nunca se encuentran, pero que conviven como pareja de la que Nietzsche percibió sólo una dimensión. Este segundo modo, con la atracción sorda de lo innombrado, alienta entre las páginas de La maladie de la mort: un texto cuyo discurrir se entrecruza –inextirpablemente- con las consideraciones de Blanchot en “La communauté des amants”, segunda parte de La communauté inavouable. Valgan estas consideraciones para mostrar, con palabras de Blanchot, lo sólo aparentemente arbitrario de “la introducción, aquí, de unas páginas escritas sin otra intención que la de acompañar la lectura de un relato casi reciente (pero la fecha no importa) de Marguerite Duras”. Valgan también para introducir una primera consideración no meramente formal sobre el texto, a saber, la perspectiva –si es una y si existe- ante la que éste se despliega.
El testigo
Por motivos diversos, La maladie de la mort es un texto singular. Quizás uno de los motivos que más insistentemente suscita la extrañeza es la imperiosa voz que construye, por su propia autoridad, la urdimbre del texto donde, dice Blanchot, “todo queda decidido por un ‘Usted’ inicial que es más que autoritario, que interpela y determina lo que sucederá o podría suceder a quien ha caído en la red de un destino inexorable”. Se trata de una voz que permanece fuera del juego de los intervinientes, pero con un vigor performativo que no la hace asimilable a la voz del narrador. No dudo que éste es un motivo que ha llevado a Maurice Blanchot a la observación de que este libro de Duras “es un texto declarativo, y no un relato aunque tenga esa apariencia”. Pero lo que en él se declara ¿es lo que ha sucedido, o más bien lo que la voz declarativa fuerza a suceder? ¿O más bien lo que es imposible que suceda, o el acontecer de un imposible, o la imposibilidad que se alberga en el seno del acontecimiento? Una pregunta cargada de significación, porque de aquí se deriva algo relativo al texto, que es determinante con respecto al estatuto ontológico de su acontecer. A este propósito, en L’entretien infini hay unas páginas relevantes sobre la cuestión(5).
Aquí, referida al modo convencional de entender la voz del narrador, aparece también la palabra “autoritario”, pero referida a la conciencia del autor: “el autor que habla, un ‘yo’ autoritario y complaciente, anclado en la vida y que hace irrupción sin poder ser retenido”. Un testigo, al fin, que conoce y cuyo saber informa la anécdota de lo narrado, su sentido. De modo que lo autoritario de esta voz procede de un saber anterior que descifra, interpreta y construye una trama inteligible, un mundo narrado. Es precisamente esta inteligibilidad lo que conforta la conciencia de un lector preocupado por comprender, es decir, por integrar lo narrado a partir de la comprensión de la realidad dada, del mundo extraliterario o efectivo. Sin embargo, en el texto de Duras, la voz performativa que lo genera es, dice Blanchot, “más que autoritaria”. Hay en ella una interpelación, un poder de convocar, cuya autoridad viene de más allá de un saber confortador o que se pueda integrar. ¿Quién es el que habla por el medio de esta voz?
Indudablemente, esta voz “narrativa (no narradora)” no es la voz del autor. Tampoco es la voz épica de un narrador que convocara hasta el interior del texto hechos de la memoria –supuesta o fingida- que habrían de adquirir un tenor literario. No es, tampoco, un personaje más, aunque privilegiado, que desde la omnipotencia de su saber ofreciera una perspectiva al lector. Esta voz narra, no lo sabido, sino lo que debería ser, lo que será, lo que –por ella- sucede. Como ofreciendo su voz a la urdimbre de lo que, sin ella, no podría acontecer. De este modo, los personajes (y el lector, al menos así se sugiere, entra en ella –o puede ser confundido con- como un personaje más) están prendidos en el espacio, en el círculo que circunscribe esta voz. Se trata además de una voz intrusiva en el seno de lo acontecido que crea una ambigüedad: no saber si esta voz es el intruso (en una narración de la que es forzado a ser parte el lector) o si el lector es llevado al estatuto de un voyeur, por apuntar sólo dos posibilidades, aunque Blanchot indica también que es una voz que dicta al personaje masculino lo que ha de realizar. Estos rasgos, junto a otros que se podrían enumerar, hacen que su lugar sea insituable: habla sin ser justificada y su legitimidad se erige sobre una autoridad que ella misma se arroga o sobre el suelo inaprensible de los hechos que describe. ¿Se trata, pues, de la voz de un testigo peculiar que narrara lo que ve en una simultaneidad sorprendente con los hechos y actitudes que narra? Sin duda es más: como la narración de algo que hace imposibles los hechos narrados, como si se erigieran a partir de algo –neutro, gusta de decir el mismo Blanchot- que priva a los hechos y a la voz, no de la justificación como posibilidad de los mismos, sino de la misma pertinencia de la categoría de justificación.
Hay, al final de La maladie de la mort, unas páginas donde habla la voz de Duras. Para sacar lo escrito del terreno de la lectura y transportarlo como posible hasta lo visual y auditivo del escenario. Allí se determina de algún modo la naturaleza de esta voz que, en su realidad sólo literaria, sólo está determinada por la extrañeza: “Sólo la joven recitaría su papel de memoria. El hombre, nunca. El hombre leería el texto sea detenido, sea caminando en torno a la joven.
Aquél del que trata la historia no sería nunca representado. Incluso cuando se dirigiera a la joven, sería por el intermedio del hombre que lee su historia”. ¿Quién es representado: un personaje oculto, una hipóstasis, el lector... Alguien que por sí mismo no puede actuar...? ¿Cuál es, nuevamente el estatuto y la legitimidad de esta voz? La misma Duras dice, a propósito esta vez de la versión cinematográfica de India Song: “Era necesario que lo que se había supuesto que tenía que haber sido dicho por estas personas, en estos diálogos, fuera redicho pero en presencia del signo concreto de su muerte –lo mismo que lo que era visto lo era en presencia de la fotografía de la muerta. Y he hallado las bocas cerradas: mientras ellos hablan, sus bocas callan”(6). “Hablar o morir”, recuerdo haber leído también en algún texto de Blanchot.
Como si la muerte, que no puede ser figurada ni construida sobre escena, necesitara un cuerpo neutro –el de la mujer- sobre el que ser experimentada. Como si ese cuerpo fuera el soporte de una voz que atrae, interpela, pero para sólo dejar al fin el rastro de una ausencia, una perplejidad que se expande desde el inicio de la obra. De aquí que el personaje masculino, como realidad que ese cuerpo de mujer excluye, no tenga voz, que tenga que hablar por el intermedio de la voz impersonal, declarativa, imperiosa, del narrador. Tocamos aquí el verdadero trasfondo de esa voz. Blanchot ha dicho que no se trata de un relato propiamente sino de un texto declarativo; anteriormente, en carta a Mascolo, se había pronunciado así: “El modo declarativo puede ser portador de todo el temblor del pensamiento, su tormento y su búsqueda infinita, no afirmando sino obligándonos a arriesgarnos allí donde no hay afirmación posible: sobre el verdadero abismo”(7).
prosigue
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La transmutación de la tragedia
Y, ciertamente, La maladie de la mort planea sobre un abismo. El triángulo que forman los dos personajes –masculino y femenino- y la voz narrativa que los sobrevuela, perfectamente se erige en un trapecio –perfecto, sin salida- que describe las evoluciones de un riesgo mayor. Un riesgo que se hace real en la forma de un deseo sin determinación: el acuerdo que hay en el origen del texto nace de un explícito deseo de intentar amar. Un amor sobre el que podemos traer estas palabras de Blanchot: “No es sino en la luz donde la otra noche se descubre como el amor que rompe todos los lazos, que quiere el final y unirse al abismo”(8). Sin embargo el abismo que se halla en el fondo del deseo, como su origen y su aspiración, no cabría dentro del espacio de la explicitud. Como un exceso que, en sentido de Bataille, podríamos decir de lo sagrado y que precisa de una intermediación en un lugar que es lo más fácticamente corpóreo de la mujer. Así, en La maladie de la mort: “Usted dice que quiere probar, tantear la cosa,intentar conocer eso, habituarse a eso, a ese cuerpo, a esos senos, a ese perfume, a la belleza, a ese riesgo de traer niños al mundo que representa ese cuerpo, a esa forma imberbe sin accidentes musculares ni de fuerza, a ese rostro, a esa piel desnuda, a esa coincidencia entre esa piel y la vida que recubre”. Sin duda, si el solo cuerpo de la mujer es el lugar de una experiencia del abismo, ello es posible a partir de la reducción de ese cuerpo a la sola neutralidad, a la obliteración decidida, compulsiva pero constante, de cualquier forma de intimidad. La mujer con la que se trata, desde el inicio del texto, no es esta mujer. Es un cuerpo femenino del que han sido como aspirados todos los atributos de una personalidad definida, pero para ser el espacio de la experiencia de una interioridad oscura que atrae más allá de cualquiera negatividad, de cualquiera acción. Una neutralidad que el mismo personaje femenino debe acoger como el riesgo de una negación de sí hasta su propia desaparición.
Incluso habría que decir más. El espacio literario que crea el texto de Duras viene a ser como el lugar de una atracción violenta pero fría a la vez, que desobra a los personajes haciéndolos moverse en la insignificancia de sus propias acciones y haciendo, sin embargo, de cada acto un paso hacia atrás, un indicador hacia la zona de la mayor oscuridad.
Algún parecido hay entre esta oscuridad hacia la que el texto de Duras atrae y la atracción todopoderosa hacia la que son arrastrados los personajes de la tragedia griega. Pero sólo una similitud primeriza. Aquí, para el autor trágico y para el espectador, hay una noche que se presenta como el oscuro destino que limita todo el ámbito de la escena. Ese destino es arbitrario, pero no por obra de una sola decisión personal del dios o del más allá. Es, más bien, una arbitrariedad que se erige en su vértice común con la necesidad. Como una necesidad que se impone por sí sin precisar justificación. Y es esa necesidad no representable la que da el impulso a la acción de unos personajes que, agitándose en su propia incapacidad, creen defender el privilegio de su libertad sobre su destino, el privilegio de su espontaneidad. Hay, para autor y espectador, un reconocimiento de esa oscuridad indomeñable. Pero como límite efectivo e irrebasable de la acción: “la noche es aceptada y reconocida, pero sólo como límite y como la necesidad de un límite: no se debe ir más allá. Así habla la mesura griega”(9). Sin embargo, en La maladie de la mort la oscuridad omnipresente en el texto no vincula a los personajes como una fuerza exterior, como límite externo de su acción. Incluso hay que decir más: el cuerpo de la mujer, visibilidad de una negligencia que recusa la fetichización por parte de la mirada varonil, hace sensible lo que de ningún otro modo podría acontecer. Se trata del movimiento de una destrucción. Así, Pierre Fedida: “Esta escritura es cuerpo de mujer. Lo que viene a ser la amante. Todo y Nada. Escribir aboca ahí –entre un texto amnésico engendrado por la voz sostenida por la sola repetición de un gesto y el film de las imágenes cuyo recuerdo es llevado al fracaso por la memoria misma”(10). La mirada del varón concibe un proyecto: intentar conocer eso. La aceptación por la mujer, bajo la forma fría del contrato comercial, lleva paulatinamente el deseo hasta su propia oscuridad. Un riesgo que construye el cuerpo nudo de la mujer porque es un riesgo al que conduce la propia Duras; porque a su vez es el riesgo al que nos vincula la escritura de Duras.
Hay aquí algo trágico, pero que no admite el desenlace de la destrucción. Una destrucción que obra repetitivamente y se manifiesta en la reiteración del gesto, como que el deseo del varón ha entrado en un espacio sin orientación ni fin. El conocidísimo efecto catártico que Aristóteles atribuye a la tragedia no puede hallar aquí un lugar. La tragedia griega conduce a los personajes, por pasos ciertos e inexorables, hacia un desenlace final. Como que la oscuridad inaprensible impone rotunda y definitivamente su destrucción. Aquí, sin embargo, los que hemos dado en llamar personajes no pueden encontrar el itinerario de su acción, siendo entonces lugares de palabra donde se manifiesta la atracción hacia lo inconcebible como el fracaso final para el deseo. No es lugar aquí de discutir lo que Dionys Mascolo ha llamado el “eterno romanticismo” como realidad que se manifiesta proteicamente en toda literatura. Sin embargo, hay en Duras un juego en el que la muerte se pone en obra en el sentido más radical: “Tragedia sin acción, se podría decir –más bien celebración de un misterio [dice Mascolo a propósito de India Song]. Toda la acción transcurre “fuera de escena”. En ningún momento estamos en el presente”(11).
Sumariamente, se podría decir que si la tragedia ática toma inicio en la oscuridad para a partir de ahí y tomando impulso en ella, desencadenar una acción, aquí en cambio la oscuridad no circunscribe externamente los actos sino que los habita como su sórdida interioridad. Se constituye así un centro no representable que, atrayendo la acción hacia sí mismo, no permite el dramatismo que sobrecoge en la tragedia antigua. Lo que no equivale a afirmar que la tragedia se haya evaporado. Los personajes griegos, incluso sometidos al destino, mantienen una fuerte personalidad. Una subjetividad poderosamente definida que permite que su mundo, aunque destinados a la derrota, sea un mundo efectivo siquiera momentáneamente sujeto a las leyes de la soberanía interior del hombre. Ahora, en La maladie de la mort, ese mundo está desde el inicio destruido como lo que es verdaderamente una enfermedad que priva a los sujetos de su subjetividad, a los personajes del vigor afirmativo –siquiera transitoriamente- de su espontaneidad. De aquí que el destino que, en la tragedia griega es un poder –superior y dominando todo el espacio trágico, pero de una homogeneidad estructural con el poder humano- en Duras se convierte en lo inverso de un poder: una negligencia que atrae sin acción para inmediatamente repeler, una negligencia que es interior a la acción y que, con palabra de Blanchot, desobra todo el espacio declarativo de la narración. Se comprende así que, en este texto, en ningún momento estemos en el presente de la acción, siendo como es el presente el instante de la soberanía que dispone de lo ya acontecido con vistas a la libre afirmación –exitosa o frustrada- de un designio personal. El deseo de intentar amar conduce hasta el cuerpo neutralizado de la mujer como espacio donde la enfermedad, que es la de la muerte, encuentra un cumplimiento que sólo se puede reiterar en la banalidad del gesto que se repite sin fin.
continúa
La transmutación de la tragedia
Y, ciertamente, La maladie de la mort planea sobre un abismo. El triángulo que forman los dos personajes –masculino y femenino- y la voz narrativa que los sobrevuela, perfectamente se erige en un trapecio –perfecto, sin salida- que describe las evoluciones de un riesgo mayor. Un riesgo que se hace real en la forma de un deseo sin determinación: el acuerdo que hay en el origen del texto nace de un explícito deseo de intentar amar. Un amor sobre el que podemos traer estas palabras de Blanchot: “No es sino en la luz donde la otra noche se descubre como el amor que rompe todos los lazos, que quiere el final y unirse al abismo”(8). Sin embargo el abismo que se halla en el fondo del deseo, como su origen y su aspiración, no cabría dentro del espacio de la explicitud. Como un exceso que, en sentido de Bataille, podríamos decir de lo sagrado y que precisa de una intermediación en un lugar que es lo más fácticamente corpóreo de la mujer. Así, en La maladie de la mort: “Usted dice que quiere probar, tantear la cosa,intentar conocer eso, habituarse a eso, a ese cuerpo, a esos senos, a ese perfume, a la belleza, a ese riesgo de traer niños al mundo que representa ese cuerpo, a esa forma imberbe sin accidentes musculares ni de fuerza, a ese rostro, a esa piel desnuda, a esa coincidencia entre esa piel y la vida que recubre”. Sin duda, si el solo cuerpo de la mujer es el lugar de una experiencia del abismo, ello es posible a partir de la reducción de ese cuerpo a la sola neutralidad, a la obliteración decidida, compulsiva pero constante, de cualquier forma de intimidad. La mujer con la que se trata, desde el inicio del texto, no es esta mujer. Es un cuerpo femenino del que han sido como aspirados todos los atributos de una personalidad definida, pero para ser el espacio de la experiencia de una interioridad oscura que atrae más allá de cualquiera negatividad, de cualquiera acción. Una neutralidad que el mismo personaje femenino debe acoger como el riesgo de una negación de sí hasta su propia desaparición.
Incluso habría que decir más. El espacio literario que crea el texto de Duras viene a ser como el lugar de una atracción violenta pero fría a la vez, que desobra a los personajes haciéndolos moverse en la insignificancia de sus propias acciones y haciendo, sin embargo, de cada acto un paso hacia atrás, un indicador hacia la zona de la mayor oscuridad.
Algún parecido hay entre esta oscuridad hacia la que el texto de Duras atrae y la atracción todopoderosa hacia la que son arrastrados los personajes de la tragedia griega. Pero sólo una similitud primeriza. Aquí, para el autor trágico y para el espectador, hay una noche que se presenta como el oscuro destino que limita todo el ámbito de la escena. Ese destino es arbitrario, pero no por obra de una sola decisión personal del dios o del más allá. Es, más bien, una arbitrariedad que se erige en su vértice común con la necesidad. Como una necesidad que se impone por sí sin precisar justificación. Y es esa necesidad no representable la que da el impulso a la acción de unos personajes que, agitándose en su propia incapacidad, creen defender el privilegio de su libertad sobre su destino, el privilegio de su espontaneidad. Hay, para autor y espectador, un reconocimiento de esa oscuridad indomeñable. Pero como límite efectivo e irrebasable de la acción: “la noche es aceptada y reconocida, pero sólo como límite y como la necesidad de un límite: no se debe ir más allá. Así habla la mesura griega”(9). Sin embargo, en La maladie de la mort la oscuridad omnipresente en el texto no vincula a los personajes como una fuerza exterior, como límite externo de su acción. Incluso hay que decir más: el cuerpo de la mujer, visibilidad de una negligencia que recusa la fetichización por parte de la mirada varonil, hace sensible lo que de ningún otro modo podría acontecer. Se trata del movimiento de una destrucción. Así, Pierre Fedida: “Esta escritura es cuerpo de mujer. Lo que viene a ser la amante. Todo y Nada. Escribir aboca ahí –entre un texto amnésico engendrado por la voz sostenida por la sola repetición de un gesto y el film de las imágenes cuyo recuerdo es llevado al fracaso por la memoria misma”(10). La mirada del varón concibe un proyecto: intentar conocer eso. La aceptación por la mujer, bajo la forma fría del contrato comercial, lleva paulatinamente el deseo hasta su propia oscuridad. Un riesgo que construye el cuerpo nudo de la mujer porque es un riesgo al que conduce la propia Duras; porque a su vez es el riesgo al que nos vincula la escritura de Duras.
Hay aquí algo trágico, pero que no admite el desenlace de la destrucción. Una destrucción que obra repetitivamente y se manifiesta en la reiteración del gesto, como que el deseo del varón ha entrado en un espacio sin orientación ni fin. El conocidísimo efecto catártico que Aristóteles atribuye a la tragedia no puede hallar aquí un lugar. La tragedia griega conduce a los personajes, por pasos ciertos e inexorables, hacia un desenlace final. Como que la oscuridad inaprensible impone rotunda y definitivamente su destrucción. Aquí, sin embargo, los que hemos dado en llamar personajes no pueden encontrar el itinerario de su acción, siendo entonces lugares de palabra donde se manifiesta la atracción hacia lo inconcebible como el fracaso final para el deseo. No es lugar aquí de discutir lo que Dionys Mascolo ha llamado el “eterno romanticismo” como realidad que se manifiesta proteicamente en toda literatura. Sin embargo, hay en Duras un juego en el que la muerte se pone en obra en el sentido más radical: “Tragedia sin acción, se podría decir –más bien celebración de un misterio [dice Mascolo a propósito de India Song]. Toda la acción transcurre “fuera de escena”. En ningún momento estamos en el presente”(11).
Sumariamente, se podría decir que si la tragedia ática toma inicio en la oscuridad para a partir de ahí y tomando impulso en ella, desencadenar una acción, aquí en cambio la oscuridad no circunscribe externamente los actos sino que los habita como su sórdida interioridad. Se constituye así un centro no representable que, atrayendo la acción hacia sí mismo, no permite el dramatismo que sobrecoge en la tragedia antigua. Lo que no equivale a afirmar que la tragedia se haya evaporado. Los personajes griegos, incluso sometidos al destino, mantienen una fuerte personalidad. Una subjetividad poderosamente definida que permite que su mundo, aunque destinados a la derrota, sea un mundo efectivo siquiera momentáneamente sujeto a las leyes de la soberanía interior del hombre. Ahora, en La maladie de la mort, ese mundo está desde el inicio destruido como lo que es verdaderamente una enfermedad que priva a los sujetos de su subjetividad, a los personajes del vigor afirmativo –siquiera transitoriamente- de su espontaneidad. De aquí que el destino que, en la tragedia griega es un poder –superior y dominando todo el espacio trágico, pero de una homogeneidad estructural con el poder humano- en Duras se convierte en lo inverso de un poder: una negligencia que atrae sin acción para inmediatamente repeler, una negligencia que es interior a la acción y que, con palabra de Blanchot, desobra todo el espacio declarativo de la narración. Se comprende así que, en este texto, en ningún momento estemos en el presente de la acción, siendo como es el presente el instante de la soberanía que dispone de lo ya acontecido con vistas a la libre afirmación –exitosa o frustrada- de un designio personal. El deseo de intentar amar conduce hasta el cuerpo neutralizado de la mujer como espacio donde la enfermedad, que es la de la muerte, encuentra un cumplimiento que sólo se puede reiterar en la banalidad del gesto que se repite sin fin.
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Una oscura transfiguración
Como también la tragedia construye acontecimientos que, fijados en una eternidad, se repiten para siempre quizás porque nacieron desde siempre como en una arbitraria necesidad. También, en el prefacio que Bataille escribe para Madame Edwarda, la tragedia aparece como elemento rotundo en la constitución de una experiencia de lo sagrado: lo trágico es la seriedad que la risa banal de la diversión pretende hurtar al erotismo. El erotismo y la muerte, para el autor de Madame Edwarda son los umbrales que marcan un exceso para el deseo. Un exceso que para Bataille, para Duras y para Blanchot nos “llega con lo femenino”(12) como en una simultaneidad reveladora.
La comunidad, cualquiera que sea la dimensión en la que se establezca, supone una relación simétrica entre los miembros que la forman. (¿Cómo no recordar, aquí, a Lévinas?). Una simetría que es anterior a los ideales que ella pretenda alcanzar, sean éstos incluso los de la igualdad, la fraternidad y la libertad. Hay que decir que la comunidad como tal es el modo visible de la relación que los precede, fundada como está en la preexistencia de una ley implícita que crea el espacio de su posibilidad. Es la Ley la que hace posible el espacio homogéneo donde las singularidades se encuentran, se relacionan e interactúan. Sin embargo “la comunidad de los amantes” supone otro género de relación. La relación contractual permite la mostración de una comunidad que tiene su centro en la disimetría entre el hombre y la mujer. Él es quien actúa, quien realiza cuanto en una relación de amantes corresponde al varón. Pero siempre por el intermedio imperativo de la voz que pronuncia el “Usted”. Como si estuviera privado de la espontaneidad de su acción: un modo de actuación que ve debajo de sí el fondo de una impotencia inicial. Aun sin pretender, en este momento, establecer el sustrato biográfico en el que Duras escribe esta obra, estará justificado recordar aquí su relación con Yann Andréa, en un momento en que Marguerite Duras “no deja de ver homosexuales por todas partes”(13): “para poder “amarlo”, se necesita que el otro sea abolido, ausente, en coma, dormido, muerto, anónimo, extraño, lo más lejos posible. Yann Andréa no ha deseado nunca a Marguerite Duras como durante su coma alcohólico. Ella lo ha sentido, lo ha confirmado. Lo sabremos todo”(14). Como si la mujer de La maladie de la mort reprodujera, pero elevándolo a categoría literaria –a experiencia- este acontecimiento imposible –de sí, de Yann, del amor- que, en medio del coma, padeció Duras.
No es posible, leyendo La maladie de la mort” hacer de la homosexualidad una coartada. El hombre obra desde una impotencia, pero realiza cuanto un amante debe hacer. Esta impotencia de fondo no proviene, pues, de una incapacidad sino de un cuestionamiento al que se ve sujeto en su actuar. Como que el espacio en el que obra es asimétrico, marcado por la heterogeneidad que en el espacio masculino –en su poder de constituir “comunidad”- introduce la presencia de la mujer. Una presencia que desconcierta la iniciativa convencional del amante. Ella, en el texto de Duras, habla por sí misma. No está sujeta al imperativo del “Usted”. Sin embargo está sometida a un renunciamiento negligente que la sume en la pasividad. Una vez excluida –por el contrato (dinero, matrimonio dice Blanchot)- su intimidad, ella no puede sino dormir y rehusar la tentativa fusional del varón en la entrega nuda de su cuerpo.
Aquí señala Blanchot el lugar sacrificial que corresponde a lo sagrado. El exceso de cualquier sentido y de cualquier acción donde el erotismo y la muerte abren una vía común. Una experiencia semejante a la de Madame Edwarda que ofrece su cuerpo al primero que llega –al chófer- como gesto que realiza el abandono sacrificial. Un momento que estimo crucial en el texto de Bataille es la escena (por hablar con un lenguaje cinematográfico que nos obligue a la evocación de Duras) bajo la Puerta de Saint-Denis: “un arco enteramente negro, simple, angustiante como un agujero” bajo el que Edwarda esperaba. Un lugar donde, bajo la insinuación del órgano sexual, el varón llega al saber cumplido (pero ¿qué clase de cumplimiento es posible aquí?) de que Edwarda era DIOS. Como si el lector fuera invitado en este instante a evocar en paralelo el relato evangélico de la transfiguración. Como dos hierofanías contrapuestas que mantienen un vínculo con la muerte. Si la transfiguración evangélica se produce bajo la atracción de la luz, atracción que hace de la muerte algo indeseable, escandaloso para quien es poseído por la visión del transfigurado, en Madame Edwarda se trata de una transfiguración que atrae hacia lo más oscuro, caótico, elemental de la intimidad de la piedra: “su presencia poseía la ininteligible simplicidad de una piedra; en plena ciudad, tenía la sensación de ser la noche en la montaña, rodeado de soledades sin vida”(15). Es un instante en el que momentáneamente se suspende la acción de Edwarda: su gesto provocativo en la primera parte del relato, su huída permanente –pero en el fondo hacia ningún lugar- en la segunda parte hasta la consumación necesaria, pero sin justificación, con el chófer, todo conduce hasta este centro oscuro donde toda la acción desaparece en una espera sin luz. Es una pasividad que bien pudiera ser compaginada con la de la mujer del texto de Duras: ella no actúa –la acción, no hay que olvidarlo, corresponde al varón-, sólo duerme. Pero en un sueño que no impide que a través de él se trasfunda una palabra que siempre rechaza, problematiza la acción hasta llevarla a la imposibilidad: lo que es tanto como decir que se disuelve el nexo que uniría la acción con lo que la hace eficaz y que, por tanto, entrega todos los actos y su resultado a una espera indefinida en medio de la aleatoriedad(16).
Lo absolutamente femenino
El hombre actúa pero no habla por sí. La mujer habla desde su durmiente pasividad. Se halla aquí un nexo no convencional donde se destronan mutuamente discurso y acción. En el deseo que tiene por objeto el cuerpo de la mujer, Duras expresa –con la violencia tácita con la que atrae lo innombrable- una aspiración vana que lleva más allá de la mitificación del cuerpo femenino. Esta mujer, en La maladie de la mort rebasa “cualquiera especificidad que la caracterizaría como tal o tal otra” (17). El rechazo del nombre la hace regresar a una anterioridad que nos recuerda la imposición del nombre por Adán, o incluso la imposición freudiana de la Ley. Por eso a Blanchot le parece precipitada cualquier identificación, sea con Beatriz, Lilith, o con la mítica Afrodita. Cierto que la proximidad del mar, la superficialidad marina del blanco de las sábanas donde ella yace nos evocan a la Venus, pero que ahora no llega a nacer sino que sucumbe en ese mar como en una muerte que llega hasta más allá de cualquier origen establecido. Por eso su presencia desnuda y su pasividad denuncian la presencia subterránea de una muerte que es el mal innombrable –secreto sin intimidad- del que no es posible desembarazarse. Y por ello, el mal que atrae más allá de cualquier modo de relación intersubjetiva hacia “la extrañeza de lo que no sabría ser común y que es lo que funda esa comunidad”(18) de los amantes.
En el espacio homogéneo de la comunidad masculina no hay soledad. Maurice Blanchot inicia Le Très-Haut con estas palabras: “Yo no estaba solo. Yo era un hombre cualquiera”. Como que la vida de un hombre en el espacio simétrico de la comunidad pertenece a la identidad de relaciones entre semejantes. Ahora, al hablar del cuerpo de la mujer Blanchot pone en paralelo otra afirmación que más que servir de pareja, contesta la anterior: “no existe mujer cualquiera”(19), puesto que ella pertenece al espacio heterogéneo de la muerte, y porta esa heterogeneidad. Por eso el texto de Marguerite Duras describe evoluciones en el interior de la soledad: la mujer acepta el contrato porque sabía que el hombre había sido alcanzado por un mal. Después pudo nombrar ese mal: el de la muerte. Como realidad –asimétrica, innombrable, inconfesable- que funda y desfundamenta un modo no mítico, no metafísico –por tanto invisible, irrepresentable- de comunidad. Por eso La maladie de la mort, siendo un texto suficiente, perfecto, sin salida, no tiene final. Por eso también La communauté inavouable no tiene final, si no es el de una común responsabilidad que, estando en el origen del texto, lo hace recomenzar como su final: “es que, en definitiva, para callar hay que hablar. Pero ¿con qué clase de palabras? He aquí una de las cuestiones que este librito confía a otros, no tanto para que respondan como para que quieran cargar con ella y quizás prolongarla. Así se hallará que tiene también un sentido político acuciante y que no nos permite desinteresarnos del tiempo presente que, abriendo espacios de libertad desconocidos, nos hace responsables de relaciones nuevas, siempre amenazadas, siempre esperadas, entre lo que llamamos obra y lo que llamamos desobramiento”(20).
(1) Manejo la reedición de 2002, en la misma editorial [El mal de la muerte, Trad. José M. G. Holguera, Tusquets, Barcelona 1996. La traducción de las citas, salvo indicación en contra, es del autor de este artículo].
(2) Maurice Blanchot, La communauté inavouable, Minuit, París 1983. Manejo la reedición de 1990 [La comunidad inconfesable, Trad. Isidro Herrera, Arena, Madrid 2002. Respecto a la traducción de las citas de Blanchot, vale lo indicado en la nota anterior].
(3) Maurice Blanchot, La comunidad inconfesable. Nueva edición con un postfacio de Jean-Luc Nancy, Trad. I. Herrera y del postfacio I. Herrera y Alejandro del Río, Arena, Madrid 2002.
(4) Georges Bataille, Madame Edwarda, seguido de El muerto, Tusquets, Barcelona 1988.
(5) Maurice Blanchot, “La voix narrative (le ‘il’, le neutre)”, en L’entretien infini, Gallimard, París 1969 [El diálogo inconcluso, Trad. Pierre de Place, Monte Ávila ed., Caracas 1970].
(6) Varios, Marguerite Duras, Albatros, París 1975, p. 19.
(7) Maurice Blanchot a Dionys Mascolo 12-enero-1971. Cit. En Ch. Bident, Maurice Blanchot, partenaire invisible, Champ Vallon, Seyssel 1998, p. 253.
(8) Maurice Blanchot, L’espace littéraire, Gallimard, París 1955, p. 220 [El espacio literario, Trad. Vicky Palant y Jorge Jinkis, Paidós, Barcelona 1992]. Cfr. También mi obra La voz de su misterio (sobre filosofía y literatura en Maurice Blanchot, Centro de Estudios Teológico-Pastorales “San Fulgencio”, Murcia 1955, pp. 39-50.
(9) Maurice Blanchot, L’espace littéraire, p. 219.
(10) Pierre Fedida, “Entre les voix et l’image”, en Marguerite Duras, p. 118. Permítase esta cita, muy anterior a la aparición de “La maladie de la mort” como una palabra que no interpreta, sino que se produce en el interior del movimiento de la escritura de Duras. (11) Dionys Mascolo, “Naissance de la tragédie”, en Marguerite Duras, p. 114.
(12) Maurice Blanchot, La communauté inavouable, p. 87.i
(13) Cfr. Dominique Noguez, “Notes sur Marguerite Duras (1975-1983)”, en NRF, 542 (Marzo 1998), p. 50.
(14) Nancy Huston, “Les Limites de l’absolu”, en NRF, cit., p. 18.
(15) Georges Bataille, Madame Edwarda, p. 53.
(16) Así, por ejemplo, otra noche, por distracción, usted le causa placer y ella grita (p. 14) o bien a veces se queda allí, duerme allí, en ella, toda la noche con el fin de estar dispuesto por si, al capricho de un movimiento involuntario por parte de ella o por la suya, le entraran ganas de poseerla otra vez... (pp. 18-19).
(17) Maurice Blanchot, La communauté inavouable, p. 84.
(18) Ibid. p. 89.
(19) Ibid. p. 86.
(20) Ibid. pp. 92-93.
FIN
Una oscura transfiguración
Como también la tragedia construye acontecimientos que, fijados en una eternidad, se repiten para siempre quizás porque nacieron desde siempre como en una arbitraria necesidad. También, en el prefacio que Bataille escribe para Madame Edwarda, la tragedia aparece como elemento rotundo en la constitución de una experiencia de lo sagrado: lo trágico es la seriedad que la risa banal de la diversión pretende hurtar al erotismo. El erotismo y la muerte, para el autor de Madame Edwarda son los umbrales que marcan un exceso para el deseo. Un exceso que para Bataille, para Duras y para Blanchot nos “llega con lo femenino”(12) como en una simultaneidad reveladora.
La comunidad, cualquiera que sea la dimensión en la que se establezca, supone una relación simétrica entre los miembros que la forman. (¿Cómo no recordar, aquí, a Lévinas?). Una simetría que es anterior a los ideales que ella pretenda alcanzar, sean éstos incluso los de la igualdad, la fraternidad y la libertad. Hay que decir que la comunidad como tal es el modo visible de la relación que los precede, fundada como está en la preexistencia de una ley implícita que crea el espacio de su posibilidad. Es la Ley la que hace posible el espacio homogéneo donde las singularidades se encuentran, se relacionan e interactúan. Sin embargo “la comunidad de los amantes” supone otro género de relación. La relación contractual permite la mostración de una comunidad que tiene su centro en la disimetría entre el hombre y la mujer. Él es quien actúa, quien realiza cuanto en una relación de amantes corresponde al varón. Pero siempre por el intermedio imperativo de la voz que pronuncia el “Usted”. Como si estuviera privado de la espontaneidad de su acción: un modo de actuación que ve debajo de sí el fondo de una impotencia inicial. Aun sin pretender, en este momento, establecer el sustrato biográfico en el que Duras escribe esta obra, estará justificado recordar aquí su relación con Yann Andréa, en un momento en que Marguerite Duras “no deja de ver homosexuales por todas partes”(13): “para poder “amarlo”, se necesita que el otro sea abolido, ausente, en coma, dormido, muerto, anónimo, extraño, lo más lejos posible. Yann Andréa no ha deseado nunca a Marguerite Duras como durante su coma alcohólico. Ella lo ha sentido, lo ha confirmado. Lo sabremos todo”(14). Como si la mujer de La maladie de la mort reprodujera, pero elevándolo a categoría literaria –a experiencia- este acontecimiento imposible –de sí, de Yann, del amor- que, en medio del coma, padeció Duras.
No es posible, leyendo La maladie de la mort” hacer de la homosexualidad una coartada. El hombre obra desde una impotencia, pero realiza cuanto un amante debe hacer. Esta impotencia de fondo no proviene, pues, de una incapacidad sino de un cuestionamiento al que se ve sujeto en su actuar. Como que el espacio en el que obra es asimétrico, marcado por la heterogeneidad que en el espacio masculino –en su poder de constituir “comunidad”- introduce la presencia de la mujer. Una presencia que desconcierta la iniciativa convencional del amante. Ella, en el texto de Duras, habla por sí misma. No está sujeta al imperativo del “Usted”. Sin embargo está sometida a un renunciamiento negligente que la sume en la pasividad. Una vez excluida –por el contrato (dinero, matrimonio dice Blanchot)- su intimidad, ella no puede sino dormir y rehusar la tentativa fusional del varón en la entrega nuda de su cuerpo.
Aquí señala Blanchot el lugar sacrificial que corresponde a lo sagrado. El exceso de cualquier sentido y de cualquier acción donde el erotismo y la muerte abren una vía común. Una experiencia semejante a la de Madame Edwarda que ofrece su cuerpo al primero que llega –al chófer- como gesto que realiza el abandono sacrificial. Un momento que estimo crucial en el texto de Bataille es la escena (por hablar con un lenguaje cinematográfico que nos obligue a la evocación de Duras) bajo la Puerta de Saint-Denis: “un arco enteramente negro, simple, angustiante como un agujero” bajo el que Edwarda esperaba. Un lugar donde, bajo la insinuación del órgano sexual, el varón llega al saber cumplido (pero ¿qué clase de cumplimiento es posible aquí?) de que Edwarda era DIOS. Como si el lector fuera invitado en este instante a evocar en paralelo el relato evangélico de la transfiguración. Como dos hierofanías contrapuestas que mantienen un vínculo con la muerte. Si la transfiguración evangélica se produce bajo la atracción de la luz, atracción que hace de la muerte algo indeseable, escandaloso para quien es poseído por la visión del transfigurado, en Madame Edwarda se trata de una transfiguración que atrae hacia lo más oscuro, caótico, elemental de la intimidad de la piedra: “su presencia poseía la ininteligible simplicidad de una piedra; en plena ciudad, tenía la sensación de ser la noche en la montaña, rodeado de soledades sin vida”(15). Es un instante en el que momentáneamente se suspende la acción de Edwarda: su gesto provocativo en la primera parte del relato, su huída permanente –pero en el fondo hacia ningún lugar- en la segunda parte hasta la consumación necesaria, pero sin justificación, con el chófer, todo conduce hasta este centro oscuro donde toda la acción desaparece en una espera sin luz. Es una pasividad que bien pudiera ser compaginada con la de la mujer del texto de Duras: ella no actúa –la acción, no hay que olvidarlo, corresponde al varón-, sólo duerme. Pero en un sueño que no impide que a través de él se trasfunda una palabra que siempre rechaza, problematiza la acción hasta llevarla a la imposibilidad: lo que es tanto como decir que se disuelve el nexo que uniría la acción con lo que la hace eficaz y que, por tanto, entrega todos los actos y su resultado a una espera indefinida en medio de la aleatoriedad(16).
Lo absolutamente femenino
El hombre actúa pero no habla por sí. La mujer habla desde su durmiente pasividad. Se halla aquí un nexo no convencional donde se destronan mutuamente discurso y acción. En el deseo que tiene por objeto el cuerpo de la mujer, Duras expresa –con la violencia tácita con la que atrae lo innombrable- una aspiración vana que lleva más allá de la mitificación del cuerpo femenino. Esta mujer, en La maladie de la mort rebasa “cualquiera especificidad que la caracterizaría como tal o tal otra” (17). El rechazo del nombre la hace regresar a una anterioridad que nos recuerda la imposición del nombre por Adán, o incluso la imposición freudiana de la Ley. Por eso a Blanchot le parece precipitada cualquier identificación, sea con Beatriz, Lilith, o con la mítica Afrodita. Cierto que la proximidad del mar, la superficialidad marina del blanco de las sábanas donde ella yace nos evocan a la Venus, pero que ahora no llega a nacer sino que sucumbe en ese mar como en una muerte que llega hasta más allá de cualquier origen establecido. Por eso su presencia desnuda y su pasividad denuncian la presencia subterránea de una muerte que es el mal innombrable –secreto sin intimidad- del que no es posible desembarazarse. Y por ello, el mal que atrae más allá de cualquier modo de relación intersubjetiva hacia “la extrañeza de lo que no sabría ser común y que es lo que funda esa comunidad”(18) de los amantes.
En el espacio homogéneo de la comunidad masculina no hay soledad. Maurice Blanchot inicia Le Très-Haut con estas palabras: “Yo no estaba solo. Yo era un hombre cualquiera”. Como que la vida de un hombre en el espacio simétrico de la comunidad pertenece a la identidad de relaciones entre semejantes. Ahora, al hablar del cuerpo de la mujer Blanchot pone en paralelo otra afirmación que más que servir de pareja, contesta la anterior: “no existe mujer cualquiera”(19), puesto que ella pertenece al espacio heterogéneo de la muerte, y porta esa heterogeneidad. Por eso el texto de Marguerite Duras describe evoluciones en el interior de la soledad: la mujer acepta el contrato porque sabía que el hombre había sido alcanzado por un mal. Después pudo nombrar ese mal: el de la muerte. Como realidad –asimétrica, innombrable, inconfesable- que funda y desfundamenta un modo no mítico, no metafísico –por tanto invisible, irrepresentable- de comunidad. Por eso La maladie de la mort, siendo un texto suficiente, perfecto, sin salida, no tiene final. Por eso también La communauté inavouable no tiene final, si no es el de una común responsabilidad que, estando en el origen del texto, lo hace recomenzar como su final: “es que, en definitiva, para callar hay que hablar. Pero ¿con qué clase de palabras? He aquí una de las cuestiones que este librito confía a otros, no tanto para que respondan como para que quieran cargar con ella y quizás prolongarla. Así se hallará que tiene también un sentido político acuciante y que no nos permite desinteresarnos del tiempo presente que, abriendo espacios de libertad desconocidos, nos hace responsables de relaciones nuevas, siempre amenazadas, siempre esperadas, entre lo que llamamos obra y lo que llamamos desobramiento”(20).
(1) Manejo la reedición de 2002, en la misma editorial [El mal de la muerte, Trad. José M. G. Holguera, Tusquets, Barcelona 1996. La traducción de las citas, salvo indicación en contra, es del autor de este artículo].
(2) Maurice Blanchot, La communauté inavouable, Minuit, París 1983. Manejo la reedición de 1990 [La comunidad inconfesable, Trad. Isidro Herrera, Arena, Madrid 2002. Respecto a la traducción de las citas de Blanchot, vale lo indicado en la nota anterior].
(3) Maurice Blanchot, La comunidad inconfesable. Nueva edición con un postfacio de Jean-Luc Nancy, Trad. I. Herrera y del postfacio I. Herrera y Alejandro del Río, Arena, Madrid 2002.
(4) Georges Bataille, Madame Edwarda, seguido de El muerto, Tusquets, Barcelona 1988.
(5) Maurice Blanchot, “La voix narrative (le ‘il’, le neutre)”, en L’entretien infini, Gallimard, París 1969 [El diálogo inconcluso, Trad. Pierre de Place, Monte Ávila ed., Caracas 1970].
(6) Varios, Marguerite Duras, Albatros, París 1975, p. 19.
(7) Maurice Blanchot a Dionys Mascolo 12-enero-1971. Cit. En Ch. Bident, Maurice Blanchot, partenaire invisible, Champ Vallon, Seyssel 1998, p. 253.
(8) Maurice Blanchot, L’espace littéraire, Gallimard, París 1955, p. 220 [El espacio literario, Trad. Vicky Palant y Jorge Jinkis, Paidós, Barcelona 1992]. Cfr. También mi obra La voz de su misterio (sobre filosofía y literatura en Maurice Blanchot, Centro de Estudios Teológico-Pastorales “San Fulgencio”, Murcia 1955, pp. 39-50.
(9) Maurice Blanchot, L’espace littéraire, p. 219.
(10) Pierre Fedida, “Entre les voix et l’image”, en Marguerite Duras, p. 118. Permítase esta cita, muy anterior a la aparición de “La maladie de la mort” como una palabra que no interpreta, sino que se produce en el interior del movimiento de la escritura de Duras. (11) Dionys Mascolo, “Naissance de la tragédie”, en Marguerite Duras, p. 114.
(12) Maurice Blanchot, La communauté inavouable, p. 87.i
(13) Cfr. Dominique Noguez, “Notes sur Marguerite Duras (1975-1983)”, en NRF, 542 (Marzo 1998), p. 50.
(14) Nancy Huston, “Les Limites de l’absolu”, en NRF, cit., p. 18.
(15) Georges Bataille, Madame Edwarda, p. 53.
(16) Así, por ejemplo, otra noche, por distracción, usted le causa placer y ella grita (p. 14) o bien a veces se queda allí, duerme allí, en ella, toda la noche con el fin de estar dispuesto por si, al capricho de un movimiento involuntario por parte de ella o por la suya, le entraran ganas de poseerla otra vez... (pp. 18-19).
(17) Maurice Blanchot, La communauté inavouable, p. 84.
(18) Ibid. p. 89.
(19) Ibid. p. 86.
(20) Ibid. pp. 92-93.
FIN
el mundo es amplio y la diversidad humana también, conócelos
- alfpeen
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Marguerite Duras
Laure Adler
Traducción de Thomas Kauf. Anagrama. Barcelona, 2000
Esta biografía contribuye a hacer más inteligible a la mujer y a la creadora, aunque subsista “esa parte de penumbra y de misterio”. Porque Duras poseía una gran habilidad para reinventarse y confesar lo inconfesable
“Las biografías que se escriben sobre mí no me interesan para nada. Mis libros deberían bastar”. Así respondió Marguerite Duras a la escritora Frédérique Lebelley que le proponía, como tantos otros lo hicieron antes, escarbar en su vida. También alzó los hombros con indiferencia y remitió a su obra cuando Laure Adler se ofreció para investigar en su pasado. Un pasado, unos textos y una filmografía que, a pesar de resultar archiconocidas para muchos de sus lectores, siguen sin iluminar del todo el camino de los biógrafos sucesivos y estudiosos de la obra durasiana, y que más parecen enrarecer el rastreo por la historia de una vida que como dijo Duras en El amante, “no tiene centro, ni camino, ni línea”.
Desde Julia Kristeva a Maurice Blanchot, pasando por Claire Cerasi, Philippe Boyer, el amigo y amante Dionys Mascolo, padre del hijo de Marguerite Duras, Aliette Armel, la citada Lebelley, cuya biografía Marguerite tachó de mezquina, Alain Vircondelet, Christine Blot-Labarrère, su último amor Yann Andréa, que relató la crisis alcohólica de 1982 en M.D., hasta Laure Adler, autora de la rigurosa biografía que nos ocupa, todos cuantos han escrito sobre Duras han realizado un buceo intelectual que se alimenta, precisamente, de esos espacios irreconocibles o confusos, siempre en el lado oscuro de la personalidad y la escritura de Marguerite Donnadieu, nacida en Gia Dinh, a poca distancia de Saigón, el 4 de abril de 1914.
Laure Adler edifica la identidad de Duras con datos sólidos, escritura cercana a la respiración de la protagonista y la intención de comprender las contradicciones de una vida siempre en el límite. Las relaciones entre la adolescente blanca y el amante chino, y los beneficios económicos que extrajo la arruinada madre de Marguerite Duras en el patético desmoronamiento de una fracasada aventura colonial, quedarán plasmadas en una evocación que no excluye la densidad humana de unas circunstancias extremas. Se sitúan en su contexto y lejos de todo juicio moral al menos algunas de las acusaciones que persiguieron a Duras a lo largo de su vida -la de aceptar un trabajo en la Comisión del control de edición en la Francia ocupada, la de mantener un triángulo amoroso con su marido Robert Antelme y su íntimo amigo y compañero político Dionys Mascolo y la de verse envuelta como espía de la resistencia en un affaire con el agente francés de la Gestapo, Charles Delval.
La extensa biografía de Adler, que ha obtenido en Francia el premio Femina de ensayo, contribuye a hacer más inteligible a la mujer y a la creadora, aunque subsista, según la autora, “una parte de penumbra y de misterio”.
Porque Marguerite Duras, apellido tomado de la región del padre, poseía una gran habilidad para reinventarse, confesar lo inconfesable y fabricar leyendas sobre sí misma. Era experta, también, en eliminar pistas y embarrar el torrente de determinados episodios de su vida para que quedaran amplificados por el interés morboso o velados por las aguas revueltas, según los casos. Es ya sabido que en los últimos años, la autora de Moderato Cantabile hablaba de sí misma en tercera persona, y cuenta Adler que poco antes de su muerte, la escritora al releer sus propios textos, se preguntaba”:¿Esto es Duras?” “No parece Duras en absoluto”.
El alcohol y la escritura, unidos indisolublemente en la embriaguez vital de Marguerite Duras, ocupan un lugar decisivo en esta biografía. Adler cuenta con el testimonio de Y. Andréa, compañero de Marguerite hasta su muerte en 1996, a los 81 años, y rememora el tiempo en que Duras trabajaba en Emily L., en su retiro alcohólico (y doloroso por las desapariciones del amante homosexual) en el puerto de Quillebeuf. Yann y Marguerite bebían de seis a ocho litros diarios y apenas comían. La escritora se sentía repulsiva. “Me gustaba darme asco a mí misma. Me veía destrozándome. Era placentero aquel desplome”.
Los diferentes estratos del trabajo de Laure Adler ayudan a comprender las obsesiones de la apátrida que nunca abandonó la Indochina de la infancia y ahondan en la perspectiva literaria y en los debates políticos que acompañaron la existencia de la autora de El Vicecónsul. Absorbente y desmesurada, contagiada por la obra de Marguerite Duras y al mismo tiempo con el equilibrio objetivo del acopio de datos, la biografía de Adler es de una considerable lucidez y penetración.
Lourdes VENTURA
Laure Adler
Traducción de Thomas Kauf. Anagrama. Barcelona, 2000
Esta biografía contribuye a hacer más inteligible a la mujer y a la creadora, aunque subsista “esa parte de penumbra y de misterio”. Porque Duras poseía una gran habilidad para reinventarse y confesar lo inconfesable
“Las biografías que se escriben sobre mí no me interesan para nada. Mis libros deberían bastar”. Así respondió Marguerite Duras a la escritora Frédérique Lebelley que le proponía, como tantos otros lo hicieron antes, escarbar en su vida. También alzó los hombros con indiferencia y remitió a su obra cuando Laure Adler se ofreció para investigar en su pasado. Un pasado, unos textos y una filmografía que, a pesar de resultar archiconocidas para muchos de sus lectores, siguen sin iluminar del todo el camino de los biógrafos sucesivos y estudiosos de la obra durasiana, y que más parecen enrarecer el rastreo por la historia de una vida que como dijo Duras en El amante, “no tiene centro, ni camino, ni línea”.
Desde Julia Kristeva a Maurice Blanchot, pasando por Claire Cerasi, Philippe Boyer, el amigo y amante Dionys Mascolo, padre del hijo de Marguerite Duras, Aliette Armel, la citada Lebelley, cuya biografía Marguerite tachó de mezquina, Alain Vircondelet, Christine Blot-Labarrère, su último amor Yann Andréa, que relató la crisis alcohólica de 1982 en M.D., hasta Laure Adler, autora de la rigurosa biografía que nos ocupa, todos cuantos han escrito sobre Duras han realizado un buceo intelectual que se alimenta, precisamente, de esos espacios irreconocibles o confusos, siempre en el lado oscuro de la personalidad y la escritura de Marguerite Donnadieu, nacida en Gia Dinh, a poca distancia de Saigón, el 4 de abril de 1914.
Laure Adler edifica la identidad de Duras con datos sólidos, escritura cercana a la respiración de la protagonista y la intención de comprender las contradicciones de una vida siempre en el límite. Las relaciones entre la adolescente blanca y el amante chino, y los beneficios económicos que extrajo la arruinada madre de Marguerite Duras en el patético desmoronamiento de una fracasada aventura colonial, quedarán plasmadas en una evocación que no excluye la densidad humana de unas circunstancias extremas. Se sitúan en su contexto y lejos de todo juicio moral al menos algunas de las acusaciones que persiguieron a Duras a lo largo de su vida -la de aceptar un trabajo en la Comisión del control de edición en la Francia ocupada, la de mantener un triángulo amoroso con su marido Robert Antelme y su íntimo amigo y compañero político Dionys Mascolo y la de verse envuelta como espía de la resistencia en un affaire con el agente francés de la Gestapo, Charles Delval.
La extensa biografía de Adler, que ha obtenido en Francia el premio Femina de ensayo, contribuye a hacer más inteligible a la mujer y a la creadora, aunque subsista, según la autora, “una parte de penumbra y de misterio”.
Porque Marguerite Duras, apellido tomado de la región del padre, poseía una gran habilidad para reinventarse, confesar lo inconfesable y fabricar leyendas sobre sí misma. Era experta, también, en eliminar pistas y embarrar el torrente de determinados episodios de su vida para que quedaran amplificados por el interés morboso o velados por las aguas revueltas, según los casos. Es ya sabido que en los últimos años, la autora de Moderato Cantabile hablaba de sí misma en tercera persona, y cuenta Adler que poco antes de su muerte, la escritora al releer sus propios textos, se preguntaba”:¿Esto es Duras?” “No parece Duras en absoluto”.
El alcohol y la escritura, unidos indisolublemente en la embriaguez vital de Marguerite Duras, ocupan un lugar decisivo en esta biografía. Adler cuenta con el testimonio de Y. Andréa, compañero de Marguerite hasta su muerte en 1996, a los 81 años, y rememora el tiempo en que Duras trabajaba en Emily L., en su retiro alcohólico (y doloroso por las desapariciones del amante homosexual) en el puerto de Quillebeuf. Yann y Marguerite bebían de seis a ocho litros diarios y apenas comían. La escritora se sentía repulsiva. “Me gustaba darme asco a mí misma. Me veía destrozándome. Era placentero aquel desplome”.
Los diferentes estratos del trabajo de Laure Adler ayudan a comprender las obsesiones de la apátrida que nunca abandonó la Indochina de la infancia y ahondan en la perspectiva literaria y en los debates políticos que acompañaron la existencia de la autora de El Vicecónsul. Absorbente y desmesurada, contagiada por la obra de Marguerite Duras y al mismo tiempo con el equilibrio objetivo del acopio de datos, la biografía de Adler es de una considerable lucidez y penetración.
Lourdes VENTURA
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netogeno escribió:Primero aquellos libros que puedo recomendar personalmente. Algunos de los títulos los tengo en formato digital, así que los hare disponibles.
Titulo: Nuestra Señora de Las Flores (Our Lady of the Flowers - Notre Dame des Fleurs)
Autor: Jean Genet
País: Francia
Año: 1944
Magnifica novela semiautográfica de uno de los "enfants terribles" de la literatura francesa, escrita durante una de sus tantas estadías en prisión.
Título: Muerte en Venecia
Author: Thomas Mann
País: Alemania
Año: 1912
Una interesante semblanza de la obsesión y esos sentimientos de los que no se pueden hablar. Algunos consideran a esta obra como la mejor pieza de la literatura con temática homosexual por su contenido literario.
http://www.badongo.com/file/5390008
Título: Brokeback Mountain
Author: Annie Proulx
País: USA
Año: 1996
Si todos conocen la película, pero no todos saben que ésta fue una adaptación de esta historia corta que fue publicada en 1996 en la revista New Yorker. La pelicula es muy buena pero hay sutilezas que se pierden al transferirla de las palabras a las imágenes.
Título: La Ciudad y el Pilar (The City and the Pillar)
Author: Gore Vidal
País: USA
Año: 1948
Muy buena obra de uno de mis escritores favoritos. Si les interesa, busquen la versión revisada. está contiene el final original (según la intención del autor), y no el final requerido por la editorial en 1948.
Título: Memorias de Adriano
Author: Marguerite Yourcenar
País: Francia
Año: 1951
Adriano fué uno de los más grandes emperadores romanos. Marguerite Yourcenar se toma ciertas libertades y nos da una novela interesante hacerca de la vida y muerte de este personaje histórico conocido pos sus amoríos con jóvenes.
http://www.badongo.com/file/5390043
Título: Un Grito al Cielo (A Cry to Heaven)
Author: Anne Rice
País: USA
Año: 1982
Buenísima novela que nos sumerge al mundo de los Castrati (cantantes hombres que sustituían a la mujeres en las artes por ser considerado ilegal e inmoral...ouch!), durante el renacimiento.
Título: Crónicas de Vampiros (Crónicas Vampirezcas)
Author: Anne Rice
País: USA
Año: 1976-2003
Muchos están familiarizados con la adaptación del primer libro de ésta serie: "Entrevista con el Vampiro" y con una horrible adaptación de los siguientes dos libros llamada "La Reina de los Maldecidos". Esta serie de 11 libros mantiene un elemento homoerótico en la totalidad de la colección.
Título: Confesiones De Una Mascara
Author: Yukio Mishima
País: Japón
Año: 1948
Un vistazo a la homosexualidad bajo la cultura japonesa.
Título: El Beso de la Mujer Araña
Author: Manuel Puig
País: Argentina
Año: 1976
La historia de dos prisioneros. Muy buena.
http://www.badongo.com/file/5390065
Título: Maurice
Author: E. M. Forster
País: Inglaterra
Año: 1971
Publicada después de su muerte, es una historia de autodescubrimiento en una Inglaterra post victoriana y en pleno auge de la Revolución Industrial.
Título: El Huracan Lleva Tu Nombre
Author: Jaime Bayly
País: Perú
Año: 2004
Sorprendentemente buena novela de está locaza peruana, que cuenta la historia de Gabriel, un chico bisexual limeño.
Título: El Fuego Secreto
Author: Fernando Vallejo
País: Colombia
Año: 1987
Novela autobiográfica. Tercera parte de la serie de cinco libros llamada "El río del tiempo".
aLLI
netogeno, podrias volver a subir el libro de memorias de adriano?? me causo interes. Gracias
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